Este Búho lamenta que en nuestro país no se aprenda de las tragedias. Me entero que durante la Navidad se produjeron más de sesenta incendios, muchos de ellos como consecuencia de los juegos pirotécnicos. De inmediato se me vino a la mente el terrible incendio en el emporio de Mesa Redonda, el 29 de diciembre del 2001, donde murieron horriblemente calcinados, asfixiados o simplemente desaparecieron más de 500 personas.
No pude evitar recordar esas desgarradoras imágenes que este columnista recogió, pues si bien en ese tiempo ya era editor, decidí salir a la calle a reportear desde la misma zona del desastre. Ese día fatídico pintaba bien. Era sábado y faltaban tres días para el Año Nuevo y miles de clientes mayoristas y minoristas llegaban para comprar cajas de cohetes y bombardas.
Los compradores ya no buscaban ropa ni juguetes, las bodegas rebalsaban de toneladas de juegos pirotécnicos, muchos de los cuales estaban prohibidos por su alta peligrosidad. Pero precisamente esos artefactos letales eran los más pedidos por los minoristas, que se llevaban las cajas a los mercados de la gran Lima y balnearios, y también a provincias. Ante tanta demanda, los vendedores no dudaban en mostrar y encender la mercadería a los extasiados compradores.
Los dueños de los almacenes de pirotécnicos tenían un ejército de los llamados ‘chacales’. Hombres, mujeres, adolescentes y hasta niños a quienes les entregaban la mercadería a consignación y trabajaban como ambulantes en las pistas de los jirones Cusco y Andahuaylas. Justo allí, uno de estos vendedores prendió un poderoso artefacto que se estrelló en la ruma de explosivos de un ambulante vecino, y estos salieron encendidos en distintas direcciones.
Uno de ellos ingresó a una galería y en el interior se produjo una reacción en cadena, no solo de pólvora, sino también del material inflamable acumulado en las tiendas, como el plástico, bencina, pintura, témperas. Especialistas calcularon que mil toneladas de pirotécnicos se almacenaban en las galerías de manera informal y clandestina.
Ese día lo había pasado en la playa El Silencio, pero al enterarme de la noticia me cambié y fui volando al lugar. Ya estaba en la zona José Caja, ‘Cajita’, el gran fotógrafo de Trome que en ese tiempo vivía a una cuadra, en la avenida Abancay. Caja estaba desencajado. Había hecho fotos que nunca iban a ser publicadas por su terrible crudeza. Cuerpos calcinados como estatuas plomizas, petrificadas, de padres y madres cobijando a sus hijitos.
Así murieron familias enteras, pues muchos padres llevaban a sus hijos menores, arriesgándolos y exponiéndolos a una posible tragedia. Pero lo peor era el olor a carne chamuscada. Si el incendio, sobre todo el humo, mató de asfixia a decenas de personas atrapadas en las galerías, los transeúntes y ambulantes que intentaban salir por el jirón Cusco sintieron un terrible estallido, como una bomba atómica de la película ‘Oppenheimer’.
Para desgracia de todos, con el incendio explotó un transformador de energía eléctrica ubicado en la mencionada vía, pues no resistió la ‘temperatura solar’ de mil 200 grados centígrados. Todos los taxistas que se detenían al lado de la estación con sus pasajeros dentro, esperando que pase la estampida, murieron achicharrados y sus autos quedaron calcinados, al igual que los infortunados peatones.
Fue tan alta la temperatura que los reportes oficiales arrojaron la cifra de 500 personas fallecidas. Pero, por denuncias de familiares, se estima que doscientas personas murieron calcinadas a tal punto que no se pudo recoger ningún hueso carbonizado. Se hicieron polvo. Este cronista tuvo la penosa tarea de llegar en la noche y otras más a la movida Huerta Perdida y lo que vio fue algo irrepetible.
En casi todas las casas estaban velando a alguna persona muerta en el incendio, pero no había cajón ni cuerpo, solo velaban sus ropas con su foto. Todos eran ambulantes que se ‘cachueleaban’ en fiestas vendiendo pirotécnicos. En alguna casa había hasta tres velorios. Que jamás se repita esta terrible historia. Apago el televisor.
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