Nadie pone en duda, hoy, que todos los seres humanos somos iguales ante la ley, algo que siglos atrás no tenía reconocimiento en sociedades divididas entre libres y esclavos, y luego entre nobles, sacerdotes y pobladores comunes y corrientes.
Ese mundo en que los hombres no eran iguales cambió con la Revolución Francesa de 1789, que derrocó a la monarquía y su sistema en que nobles y sacerdotes tenían derechos superiores a los del pueblo o los plebeyos.
Instalada la Asamblea Nacional Constituyente francesa (con representantes del pueblo y algunos del clero y la nobleza), el 26 de agosto de 1789, hace 236 años, se aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
Tal documento de 17 artículos reconoció por primera vez derechos personales y colectivos, incluida la igualdad para todos y sin exclusiones.
Con la doctrina de que tenemos derechos solo por nacer, la igualdad se dio por universal, como establecía el artículo 1° de la declaración al señalar que: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”.
Bajo el influjo de la declaración, desde el siglo XVIII las sociedades fueron reconociendo a la igualdad como un derecho de todos sin hacer diferencia por origen, raza, sexo, idioma, religión, opinión, condición económica u de otra índole.
El carácter democrático de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano impulsó en todo el mundo la lucha de los pueblos por la libertad y la igualdad, como en los casos de América, Asia y África. En nuestro país luchamos contra la corona española por la libertad y la igualdad. Así lo hizo don José de San Martín y lo destacó al declarar nuestra independencia en 1821. La Constitución de 1823, la primera del Perú, estableció a la igualdad como derecho fundamental.
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