Sus 40 años de trayectoria, todos en Panamericana Televisión, hacen a José Llaja el camarógrafo más querido y respetado del gremio. Sus ojos -o mejor dicho, sus cámaras- han visto todas las escenas que un humano pueda imaginar. Maestro de periodistas peruanos de renombre, escribe en trome.pe sus memorias, las que probablemente sean las semillas de su próximo libro. Esta es su tercera entrega:
La gente piensa que los periodistas somos como ‘Superman’, hombres de acero. Que, acostumbrados a ver todos los días el dolor, el sufrimiento, la sangre, ya el corazón se nos ha hecho de metal. Y no es así. Al igual que el superhéroe, también tenemos nuestro lado humano.
Vaya que soy viejo en este oficio y cada tragedia que cubro me sigue estrujando las entrañas. No me cuesta admitir que muchas veces, mientras grababa alguna desgracia, las lágrimas empezaban a correr por mis mejillas.
Son imágenes que recuerdo cuando me tomo una cerveza. Entonces reflexiono sobre la fragilidad y fugacidad de la vida.
Por eso, siempre les digo a mis compañeros del canal, que el día que pierda la sensibilidad ante los actos horrendos, ese día guardo mi cámara y me retiro del periodismo. Pero sé que eso nunca sucederá.
Mientras escribo esta columna llegan los reportes desde el Vraem. Una masacre de Sendero Luminoso ha dejado 16 muertos en Satipo (Junín). Entre ellos, dos angelitos. Soy abuelo, y la muerte de niños, además de pena, me genera rabia, impotencia.
Para mí, Sendero Luminoso es un viejo conocido. Yo conozco de primera mano la maldita ferocidad con la que actúan. Conozco el Vraem de palmo a palmo. La he recorrido innumerables veces con mi cámara al hombro.
Pero hoy quiero hablarles de ese atentado que hizo que el país mirara recién con temor a este grupo de terroristas que han flagelado el país durante décadas. Y como siempre, tuvo que suceder en Lima para que nos preocupáramos.
MIRAFLORES: EL CENTRO DEL HORROR
Aquel 16 de julio de 1992 yo cubría el turno de la tarde. Eran las 5 y media cuando me comisionaron, junto al gran reportero Dean Cárdenas, cubrir un desfile de modas en el Club Regatas Lima, en Chorrillos.
Era una comisión que Dean y yo disfrutábamos por las hermosas mujeres y los meseros en corbata michi que traían daiquiris y whisky en las rocas. Entre cada comisión dura, este tipo de coberturas ayudaban a oxigenar la cabeza. Sin embargo, duraría poco.
Todo cambió al promediar las 7 u 8 de la noche, cuando de pronto un destello de luz iluminó el cielo miraflorino, seguido de un estruendo y finalmente un apagón.
Claro que por esos años las explosiones y los apagones eran comunes en las afueras de Lima. Lo que sorprendió es que esta vez sea en el corazón de la ciudad.
Entre el alboroto de las damas y la sorpresa de los caballeros, mi beeper empezó a sonar. Era mi jefe, don Víctor Castañeda, quien estaba enviando una alerta. “TA-RA-TA… TARATA… TA-RA-TA”. ¿Qué es un beeper? Era un aparatito cuadrado en el que llegaban pequeños mensajes, como telegramas. Sí, ya no existen.
Con Dean enrumbamos hacia la calle Tarata. Íbamos a tientas, sin saber lo que había ocurrido, pero con una leve sospecha.
Apenas unas cuadras antes de llegar, en medio del caos y el alboroto de la gente que salía despavorida en todas las direcciones, percibí un olor a pólvora. Una neblina espesa de polvo no permitía ver con claridad, nos secaba la garganta.
La gente lloraba, otras gritaban desde sus balcones. Las sirenas de las ambulancias, de los bomberos, sonaban desde todas partes y algunos escombros caían hacia la calle.
Cuando llegamos a la cuadra dos del jirón Tarata nos detuvimos frente a un edificio que parecía cortado con un sable.
Ocurrió lo que los limeños creíamos imposible: Sendero Luminoso había llegado a la zona de clase media y acomodada de la capital.
PARADO SOBRE UN MUERTO
Con Dean fuimos los primeros en llegar antes de que la policía cercara toda la manzana.
Con mi reportero nos movíamos entre los escombros. Yo alumbraba con la lámpara de mi cámara y aun así era difícil ver alrededor. Decidimos grabar un gorro y cuando estaba a punto de hacerlo, sentí que el terreno donde me paraba era blando, algo gelatinoso e inestable.
Cuando dirigí la luz hacia el piso, me percaté que estaba parado sobre el pecho de un fallecido. Inmediatamente salté de ahí y llamé a una ambulancia.
Mis imágenes de niños bañados en polvo y ensangrentados, de madres y padres cargando a sus hijos rumbo a una ambulancia, de personas despedazadas y mutiladas están guardadas en la videoteca de Panamericana Televisión.
Allí están, por si alguien alguna vez quisiera recordar la insania de un grupo de delincuentes que con la excusa de una revolución popular bañaron nuestro hermoso país con sangre.
Recuerdo perfectamente que mi reportero, el gran Dean Cárdenas, estaba nervioso, casi no podía hablar. El horror en sus ojos era conmovedor. A pesar de sus años en televisión, parecía un novato. Y no lo culpo. Esa sensibilidad es la que diferencia a los buenos periodistas de los mediocres.
Hasta el otro martes, siempre por trome.pe. Salgo de comisión.
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