El Chato Matta llegó al restaurante por una sabrosa chanfainita que tanto le gusta, con una porción de arroz blanco, canchita serrana y su ajicito molido. “María, ahora que estoy suelto en plaza paso tiempo en el ‘Face’ que siempre me trae grandes sorpresas. Me escribió Gina, desde Madrid: ‘Chato, qué difícil fue ubicarte, tramposo como toda la vida, estás con el apellido de tu viejita, sinvergüenza’.
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María, cómo me iba a olvidar de Gina, justo ahora que veo las tremendas olas en Máncora en pleno enero, que inundaron varios negocios cerca a la playa. Ella ‘bajaba’ a mi barrio de San Juan de Lurigancho, a la casa de su amiga Vicky. Vivía en el Rímac y se las sabía todas. Era locaza, pero siempre tenía un libro en la mano. Yo recién salía del cascarón, sanazo, mientras ella ya estaba de ida y vuelta.
‘Chato -me dijo una noche- vámonos mañana a Máncora’. ¿Qué es eso? El nombre era desconocido para mí. ‘Es una playa hermosa en el norte’. Yo, con las justas, conocía Cantolao y La Herradura. Además, no tenía plata. ‘No te preocupes, nos vamos tirando dedo’. En la Panamericana Norte ella era la ‘carnada’. Los camiones paraban al toque, ‘tú solo di que soy tu prima’.
Los choferes nos invitaban a comer: ‘Chato, te voy a poner unas cervecitas, pero hazme el bajo con tu prima’. Gina los calentaba hasta que llegábamos a una ciudad. Allí decía que iba a comprar a la farmacia, dejábamos al chofer ansioso de llevarla a un hotel y nos íbamos corriendo. Así llegamos hasta Máncora. Era un pueblito apacible, de pescadores. Solo habían dos hoteles rústicos y uno en el pueblo, baratito.
Allí en una hamaca nos tumbábamos y me leía en voz alta poemas de Carlos Oquendo de Amat: ‘Tu bondad pintó el canto de los pájaros/y el mar venía lleno en tus palabras/de puro blanca se abrirá aquella estrella/ya no se volarán nunca las dos golondrinas de tus cejas/y el viento mueve las velas como flores/yo sé que tú estás esperándome detrás de la lluvia/y eres más que tu delantal y tu libro de letras/eres una sorpresa perenne’.
Máncora era también punto de reunión de surfistas de todo el mundo. Ingleses, australianos, brasileños, argentinos, españoles. Gina salía sola a la playa y siempre se aparecía con algun surfista. Pero para todos era su ‘primo’. Todas las noches teníamos fiestas en casas frente al mar. En una de ellas, una pareja de australianos se había peleado y Helen, un mujerón de 1.80, me agarró como su ‘paño de lágrimas’.
En una de esas me besó sin roche y Gina empezó a tomar los vodka tonic como agua, y un argentino alucinado la jalaba para llevarla a la playa donde varias parejas hacían el amor a la luz de la luna. Pero ella se mantenía con sus ojazos inyectados mirando cómo me chapaba a la australiana. Nunca la había visto así. La rubia se paró y me llevó a un privado y se desnudó.
Cuando me iba a sacar la ropa, Gina irrumpió como una loca. Desde esa noche dejó de ser mi prima y nos volvimos amantes. Con el tiempo se desapareció y me enteré que se fue a Europa con un surfista. Ahora me anuncia su llegada de vacaciones y me está animando para regresar a Máncora. ‘Chato’, me escribió. ‘Por si acaso, ahora sí nos vamos en avión’”. Pucha, ese Chato también tiene sus historias. Me voy, cuídense.