Este Búho acaba de releer, del escritor Daniel Títinger. Aquí les presentamos un fragmento del imprescindible libro: Julio Ramón vivió la mejor etapa de su vida, según sus amigos, cuando decidió en 1992 vivir definitivamente en Lima, solo, sin su esposa ni su hijo Julito, que se quedaron en Francia. Adquirió un departamento frente al mar en Barranco, dedicándose a gozar de la vida con sus compinches de toda la vida: Fernando Ampuero, Antonio Cisneros, Guillermo Niño de Guzmán, Balo Sánchez León y Alonso Cueto, entre otros.

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Montaban bicicleta por el malecón, navegaban en el mar y, si el cuerpo aguantaba, hasta hacían vida nocturna yendo a salsódromos, al estadio y hasta tuvo una novia, Anita Chávez Montoya. Julio la llamaba como ‘mi amor, mi pasión, mi contraseña’ (Ana lo acompañó hasta su muerte y posteriormente se casó en el 2004 con uno de los mejores amigos de Ribeyro, el escritor . Nota del columnista).

Al vivir en el país, se le trataba como una celebridad, una leyenda que había sobrevivido a una enfermedad fatal, ‘el mejor cuentista de todos los tiempos’, decía la prensa. Pero era 1994 y él se sentía un exescritor. Y estaba feliz de serlo. (…) Niño de Guzmán está sentado en un café de Miraflores, en Lima, una tarde gris y el recuerdo de su amigo, veinticinco años mayor que él. Estoy cansado de escribir, me dijo, me están pidiendo cuentos y yo ya no quiero escribir, no quiero tener ninguna imposición.

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–¿Y qué hacía? Bueno, él era un hombre de collera, de amigos. Cuando volvió a vivir a Lima, Julio Ramón sintió que dejaba de ser ese recluso que había condenado su vida en París. Sus amigos éramos más jóvenes y salíamos mucho y a él le encantaba porque era el centro de atención. Está bien, otra cerveza, por favor. Íbamos a bares, él fumaba y chupaba y las hembritas se le acercaban; claro que por un lado veían a ese viejo flaco por el que no daban ni medio, ¡pero era Julio Ramón! Y mira, hay una historia que siempre me ha dado un poco de risa porque es un mito… ya, qué diablos, te la voy a contar.

Julio Ramón Ribeyro y una chibola de veinte años

Una noche se llevó del bar a una chibola de unos veinte años. Estaba un poco azorado, pero yo me quedé en el bar y, no sé por qué, como a las tres de la mañana decidí pasar por su departamento. Como nos teníamos toda la confianza le toqué el intercomunicador y le dije ‘oye, ¿estabas despierto?’. ‘Sí, sí, sube, te necesito’, me dijo. Subí y lo encontré con la cabeza vendada. ‘¡Pero qué te ha pasado!’. ‘No sé qué hacer’, me dijo. ‘La chica está ahí dormida’. ‘¡Pero qué pasó!’ ‘Mira, me dijo, estaba con ella, la había llevado a la habitación, y me olvidé de mis cigarrillos que había dejado en el segundo piso; entonces fui y me caí al bajar la escalera’.

–Algo había cambiado desde que Ribeyro había dejado París para volver a Lima. Bebía, fumaba, ya no escribía y frecuentaba a los amigos. Se comportaba como un joven, algo insólito para alguien de su edad. No era el Ribeyro que uno imaginaba, me dice Niño de Guzmán.

‘El mar no solo es un objeto de contemplación o de estética’, le dijo Ribeyro a la periodista María Laura Rey, ‘sino que es un ejemplo de conducta. La tenacidad, la monotonía, la repetición de los mismos gestos sin fatigarse nunca. Para un escritor yo creo que es un modelo de conducta. Llegar a ser como el mar: monótono, pero variado al mismo tiempo. Tenaz’. (…)

Cuando Ribeyro murió hice un reportaje, me cuenta María Laura Hernández, sentada en un sofá blanco, el pelo rubio y lacio, los ojos claros, la mañana nublada: el invierno de Lima detrás de las ventanas. Antes se llamaba María Laura Rey, tenía otro esposo y trabajaba en la televisión. Era algo famosa. Los amigos que frecuentó Ribeyro en Lima, en esos años finales, aseguran que María Laura y Julio Ramón fueron amantes antes de que él conociera a Anita Chávez.

En ese reportaje está Ribeyro cantando un bolero, recuerda María Laura Hernández, la nariz en punta, muy guapa, un jean y unos zapatos marrones. Uno de sus amigos me dijo: ‘Mira lo que tengo de Ribeyro’, y me dio un casete. Es Ribeyro cantando. Se olvida de la letra y se muere de risa. Es bonito, pero fue unos meses antes de morirse.

–¿Tienes esa grabación? Bueno, la puedo buscar. La grabación es pésima, hay mucho ruido de fondo y el eco es tan estridente que parece que Ribeyro estuviera en una cueva y no en un karaoke. Casi no se escucha la música, solo una voz grave y rasposa, voz de arena seca, una voz nasal que se come las erres y que no parece de este mundo. Sooooy prisionero del ritmo del maaaar, de un deseo infinito de amaaaar, y de tu corazón.

Es un bolero viejo, de principios de los años cuarenta. Luego, Niño de Guzmán me dirá que Ribeyro, cuando iba a un karaoke –porque Ribeyro, en Lima, iba a karaokes–, pedía boleros de la vieja guardia cuya letra nadie sabía. ‘Soy prisionero del ritmo del mar’, por ejemplo. Y cantaba. Lo hacía muy mal, pero se divertía. Su vida fue como una montaña rusa. Sufrió de joven, pero murió gozando con verdaderos amigos, bailando, cantando, enamorado, en la Lima que abandonó por cuarenta años y a la que llegó también a morir. Apago el televisor.

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