La última columna de Jaime Bayly se convirtió en una confesión inesperada: el cumpleaños número 37 de su esposa, Silvia Núñez del Arco, 23 años menores que él, terminó siendo una verdadera pesadilla emocional. Él mismo lo admite desde la primera línea, sin rodeos y sin exagerar: “el peor día del año”. Y detrás de esa frase, casi en susurro, asoma una sospecha que acompaña todo el relato: ¿hay algo más entre su esposa y su profesor de karate?
Todo empezó como una celebración aparentemente perfecta. La víspera, Bayly la llevó a una joyería y le compró cuatro regalos de oro, escogidos por ella misma. Quería que el día fuera especial, sin recriminaciones ni reproches. Pero la planificación quedó en segundo plano cuando su esposa anunció la agenda: almuerzo familiar, tarde completa con su profesor de karate —quien también cumplía años— y cena nuevamente en familia.
“No me sorprendió que eligiera pasar la tarde con su profesor. Son buenos amigos. Mi esposa es cinturón negro y acude a la academia de karate tres veces por semana. Además, el profesor y mi esposa son muy parecidos en sus gustos y aficiones”, escribió en su más reciente columna para el diario ‘El Comercio’.
El escritor aceptó sin cuestionar. Incluso compró perfumes y champaña para el profesor, intentando no parecer celoso ni aguafiestas. Estaba acostumbrado a ver la especial complicidad entre ambos: coreografías, exhibiciones, rutinas deslumbrantes en la academia. Una dupla tan sincronizada que el público los ovacionaba de pie.
Aun así, Bayly declinó la invitación para la fiesta en la playa. Prefería escribir. La idea era que ella volviera a las nueve y cuarto, para una cena reservada en un hotel fuera de la isla. Pero la hora pactada llegó… y pasó de largo.
A las nueve, Bayly y su hija estaban listos: bañados, peinados, perfumados. A las nueve y cuarto, nada. A las nueve y media, silencio absoluto. A las nueve y cuarenta y cinco, la hora en que debían estar entrando al restaurante, la esposa seguía desaparecida.
La preocupación empezó a crecer, pero también la incomodidad. “Si lleva cinco horas en esa fiesta, debe estar muy divertida”, le dijo a su hija. Fue entonces que, en medio del malestar, la joven preguntó lo que él quizá ya había pensado: ¿creía que su madre y el profesor eran amantes? Bayly respondió con una mezcla de sinceridad y resignación: no lo sabía, pero no le sorprendería.
“Mi hija me preguntó si yo pensaba que mi esposa y el profesor eran amantes. Le dije: no lo sé, pero no me sorprendería. Luego añadí: el cuerpo de tu madre es de ella, no es mío, y ella es libre de estar con quien quiera”, relató Bayly.
Finalmente, la esposa apareció a las diez y cuarto, una hora tarde, pasada de copas y sin disculpas. Él la recibió con cariño, sin reproches, intentando salvar la noche. Salieron apresuradamente al restaurante, donde descubrieron que la cocina ya había cerrado. Igual pidieron algunos platos en el bar, determinado a mantener la paz.
Pero al poco rato, la explosión emocional llegó. Su hija estalló en llanto y contó absolutamente todo lo que él le había confiado mientras esperaban: que sospechaba una relación entre su madre y el profesor; que había dicho que, si él muriera, probablemente ambos vivirían juntos; que ella era libre de hacer con su cuerpo lo que quisiera. Una traición que dejó al escritor sin palabras.
“Pero luego mi hija se quebró, rompió a llorar y le dijo a su madre que, mientras la esperábamos en casa toda la hora que llegó tarde, yo le había dicho que ella estaba enamorada de su profesor de karate y se acostaba con él. Indignada, mi esposa me acusó de mentiroso y malhablado. Yo me defendí débilmente: No he dicho que sean amantes, he dicho que podrían ser amantes, y en ese caso yo lo aceptaría. Sollozando, levantando la voz, mi hija, de pronto unida a su madre en una pérfida conspiración contra mí, afirmó que yo había dicho que, cuando muera, mi esposa y su profesor serán pareja, y vivirán en mi casa, y dormirán en mi cama. Era verdad, yo hice ese mal agüero”, escribió Bayly.
La esposa, indignada, lo acusó de mentiroso. Él intentó matizar: no había afirmado nada, solo planteado una posibilidad. Pero ya era tarde. Entre lágrimas, vino y reproches cruzados, la noche se desmoronó.
La escena terminó con los tres regresando a casa en silencio. Bayly tomó pastillas para dormir y aun así no logró conciliar el sueño. Al día siguiente, sin mediar palabra, canceló los viajes familiares a Buenos Aires y París. La herida había quedado abierta, sin una sola respuesta sobre lo que realmente ocurrió entre su esposa y el profesor de karate durante esas horas perdidas.
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