Mi amigo, el fotógrafo Gary, llegó al restaurante por un pollito al sillau con camotito morado y arrocito graneado. Para tomar se pidió una jarrita con emoliente heladito. “María, desde hace unos años la ciudad se ha visto invadida por cientos de locales de apuestas y juegos, como no había antes.
Ya no son solo los tragamonedas, sino también las casas de la timba, donde muchas personas se pasan el día y gastan hasta lo que no tienen con la ilusión de ganar dinero fácil. Por eso hay tantos adictos, enfermos de la ludopatía, quienes no pueden controlar sus impulsos y son capaces de vender sus cocinas, televisores y hasta camas para satisfacer su vicio.
Son como drogadictos o alcohólicos y por eso necesitan ayuda médica. Porque no solo se perjudican ellos, sino también la familia, el entorno. Yo conozco gente que es capaz de amanecerse en un casino y dejar de ir a trabajar. La adicción no es nueva. Es tan antigua como el juego mismo. Ya en 1866, el genio ruso Fiodor Dostoyevski escribió una novela corta llamada ‘El jugador’, en la que se retrata a él mismo como una persona que pierde fortunas en el Casino de Montecarlo, en Mónaco, y siempre quiere más.
Se cuenta que el escritor llamó a su editor porque necesitaba dinero para seguir apostando, luego de dos semanas de apostar y perderlo todo. Este le dijo que no le daría más hasta que no le entregara una novela escrita.
El ruso se pasó siete días y noches enteras escribiendo como un poseso hasta entregar la obra y recibir el dinero. Lo gastó todo en apenas unas horas. La familia es importante para hacer recapacitar a los jugadores. Y, si es posible, llevarlos a terapia. Está mal, como piden algunos, clausurar los locales de juegos. El vicioso encontrará otra ocupación, como los juegos de póquer clandestinos, las carreras de caballos o las loterías.
Gary tiene razón. Me voy, cuídense.
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