Este Búho abre sus ojazos y camina la gran ciudad de la furia, ‘donde nadie sabe de mí y yo soy parte de todos’, como reza la canción de los emblemáticos Soda Stereo. Es necesario caminarla de rincón a rincón para entenderla. Los periodistas antiguos siempre me recomendaron: Las historias están en la calle y es allí donde hay que buscarlas.
Por eso converso con las sacrificadas madres de familia que hacen a diario el mercado, con taxistas, con cobradores de combi, con ambulantes y jóvenes estudiantes. La gran mayoría ve con desilusión el año que empieza. El panorama es sombrío, si continuamos bajo el manto oscuro de esta clase política que dirige al país. Las expectativas ciudadanas sobre un crecimiento económico son mínimas.
Bien explicó sobre la recesión el congresista Carlos Anderson en la entrevista que concedió a Trome el último domingo. “Recesión significa que buscas empleo y se te hace más difícil encontrar. Buscas bienes para comprar y hay cada vez menos, y el precio de lo poco que hay sube”.
Además de una economía en estado de coma, la delincuencia avanza sin freno. Los colegas de policiales informan día a día de crímenes más horrendos unos que otros, asesinatos, extorsiones, secuestros. “Yo soy de San Juan de Lurigancho, vivo por la 11 de Las Flores, y todos los días hay asaltos al paso. No le miento, arranchan celulares o cogotean a la gente que camina por la noche. Y se supone que estamos en estado de emergencia”, me comenta un vecino de ese distrito.
En Gamarra, el emporio textil más grande del país y uno de los motores más importantes de nuestra economía, muchas tienditas han cerrado. Son emprendimientos que se abrieron con ilusión, pero que terminaron encallando, parafraseando al gran Joaquín Sabina, en el boulevard de los sueños rotos. “Aquí sobrevivimos a duras penas, no solo nos ha golpeado una pandemia mundial, sino la inestabilidad política, las marchas, los políticos alarmistas que anunciaban a viva voz la privatización de las empresas y ahora un ministro que no ata ni desata”, me relata una comerciante que no sabe hasta cuándo podrá resistir con su negocio, pues las ventas se han disminuido a más de la mitad.
Sigo recorriendo esta ciudad, a la que los rockerazos de Leuzemia cantaban: “Lima angustiada. Lima violenta. Lima injusta. Lima mórbida”. En Villa María del Triunfo, precisamente en el terminal pesquero, llegan pescados fresquecitos día a día. Hasta aquí viajan de madrugada la mayor parte de cevicheros de la capital. Aunque cada vez son menos. Susan, una madre de familia que tiene su puesto, me dice: “Señor periodista, antes vendía más de cincuenta kilos de perico al día, ahora esa cifra se ha reducido drásticamente. Muchos de mis caseros ya no vienen y otros compran poquito, porque no tienen ventas”, me relata mientras filetea.
A pesar del panorama sombrío, ninguna de las personas con las que conversé tiene intenciones de tirar la toalla. Son personas que luchan día tras día, porque tienen una familia detrás, estudian, se han comprado su carrito o su terreno o simplemente tienen un préstamo que pagar. A punta de empeño y sacrificio empujan sus pequeños negocios. Así se construyen los sueños. Esos sueños que para unos es más difícil de alcanzar que para otros y no como dice un conductor de un programete de redes sociales. Apago el televisor.
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