
Este Búho desayunaba un rico cafecito con su pan con pejerrey cuando un remezón me hizo saltar de la silla. El temblor de 6.1 grados generó desconcierto y susto en pleno Día del Padre. Me trajo a la memoria ese oscuro episodio del 15 de agosto de 2007, cuando un terremoto de 7.9 sepultó Pisco y dejó más de 500 personas fallecidas. Quien estuvo en primera línea aquel fatídico miércoles fue el legendario camarógrafo de prensa José Llaja, un viejo amigo y colega.
Siempre con una cervecita en el desaparecido bar Maquisapa, en el corazón de Lince, Llajita contaba detalles de aquella comisión que, en definitiva, le cambió la vida. Y recordaba, sobre todo, aquella noche en la que durmió con un muertito. “Búho, yo manejaba mi ‘vocho’ rojo rumbo a casa, en Comas, después de una pichanguita con los amigos. No había avanzado ni dos kilómetros cuando de pronto observo a la gente gritando, arrodillada, corriendo como desquiciados. Abrazándose, rezando. No entendía”, relataba el hombre de prensa mientras bebía un poco de su cerveza.
“Detuve mi ‘vocho’ y me bajé. Entonces sentí un remezón como nunca había sentido. Las piernas me temblaban como gelatina, las casas se sacudían, los postes de luz se movían ondeantes. Los celulares se bloquearon. Los gritos de las gentes venían de todos lados, como en el Estadio Nacional cuando Perú mete un gol. Era ensordecedor. Me dije: ‘Algo fuerte ha pasado en algún sitio’”.
En estas situaciones los periodistas no medimos la magnitud del peligro. Sobre todo, actuamos por instinto. El olfato nos guía. Donde hay algo raro, ahí está el reportero. “Llegué a casa y mis hijos lloraban, pero estaban bien. Les di un beso a cada uno y subí a mi habitación. No fue algo que calculé, sino que hice automáticamente: dentro de una mochila puse dos pantalones, dos pares de medias, una chompa y una frazadita”.
Fue así como el experimentado camarógrafo llegó hasta la esquina de la televisión, Panamericana, y de inmediato con dos reporteros salió hacia el centro de la desgracia. En este punto, a Llajita se le aguaban los ojos. Se le cortaba la voz. Su mirada se ensombrecía y le era difícil avanzar su relato sin quebrarse.
“No calculamos la magnitud de la tragedia sino hasta pasar el kilómetro 100 de la Panamericana Sur. Desde allí, la escena parecía digna de una película de guerra, como si cien misiles hubieran caído sobre esta hermosa costa del Perú: las carreteras partidas, los puentes caídos. Las casitas de adobe que bordeaban la vía se habían hecho polvo. Todo esto era el anuncio de algo peor que pronto verían mis ojos”.
A continuación, describía: “Recuerdo que no había una sola casa en pie. La gente escarbaba entre los escombros para rescatar a su familia. Escarbaban con palas, con picos, con las manos. Con las uñas llenas de sangre escarbaban. Enloquecidos por la angustia, por la esperanza de encontrar a un sobreviviente. Y decían: ‘¡Allá alguien pide auxilio!’.
Y allá iban todos a quitar el desmonte y solo hallaban muerte. Y los muertos eran colocados en los espacios libres. Y uno a esa hora de la noche debía caminar con cuidado. Calculando que en el siguiente paso no esté sobre un hombre, sobre una mujer o un niño aplastado por el adobe, una mano estirada, un pedazo de cabeza al aire. Disculpen si esta cruda descripción parece chocante, era la realidad”, nos contaba.
Nosotros escuchábamos sin interrumpirlo y él solo callaba cuando encendía un cigarrillo. Pero un episodio marcaría la vida de Llajita y sería el motivo por el que después de aquella comisión nunca más pudo dormir tranquilo:
“Para la noche del jueves, dos días sin comer ni dormir, sentí que mi cuerpo no podía más. Casi al borde del colapso encontré una camioneta en la que reposaba un sujeto cubierto por una frazada. A su lado derecho había un espacio donde podía apoyarme y descansar un rato. No quise incomodarlo y subí a la camioneta con cautela, me eché y jalé un poco de su frazada. Sentí un jadeo suave, como si mi acompañante durmiera profundamente. A la mañana siguiente, cuando despuntaba el sol, me levanté presuroso porque dos policías auscultaban a mi compañero de pernocte. Mientras reaccionaba de mi soñolencia vi cómo esos policías lo envolvían con la frazada. Lo cargaron y se lo llevaron.
En su lado de la tolva dejó un charco de sangre que había humedecido parte de mi espalda. Estaba muerto”. Desde entonces, el viejo camarógrafo sigue sintiendo la humedad de la sangre en su espalda mientras duerme. Son experiencias que los periodistas de raza viven en carne propia. Apago el televisor.
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