Gerardo Chávez fallece.
Gerardo Chávez fallece.

Este Búho se conmueve con el fallecimiento del inmenso artista plástico Gerardo Chávez. Lo conocí en 2022, en su casa/estudio de San Isidro. A propósito del lanzamiento de su libro autobiográfico ‘Antes del olvido’, solicité una entrevista con el maestro. Es, para los especialistas y los críticos, uno de los artistas peruanos más importantes e influyentes. Su legado traspasó fronteras y fue reconocido en países como Francia, Italia, Estados Unidos y España. Su pintura, descrita como una “expresión plástica simbólica y mestiza, donde confluyen la herencia precolombina, el barroco colonial y las influencias del surrealismo europeo” iba más allá de los tecnicismos, pues Chávez supo plasmar en su arte las gestas humanas, la cosmovisión andina y los recuerdos de su niñez en su tierra, Paiján, La Libertad. Aquella vez conversamos largo y tendido sobre su infancia, marcada por la pobreza y esas evocaciones tiernas sobre su madre. A sus 84 años aún tenía el recuerdo fresco de sus primeros pasos y cómo se inició como pintor, cuando escribía los nombres de los fallecidos en las lápidas. “Recuerdo cuando trabajaba con un carpintero, tenía ocho años. Le ayudaba a escribir los nombres de los que fallecían. Él hacía cajones de muertos. Comencé a sentir la carpintería. Si no hubiera sido pintor, hubiera sido ebanista”, me dijo. Pronto, cuando le consulté sobre su madre, el maestro asentó la cabeza y dijo con pena honda que su partida era una herida que aún no cerraba. “Fíjese, yo perdí a mi madre cuando tenía cinco años. Mi niñez ha estado cargada de dolor. Hasta ahora la tengo aquí a mi madre (se señala el hombro derecho). En la vejez me acuerdo más de ella. Soy como un niño que necesita a su madre”.

Su hermosa casa en el corazón de San Isidro era un museo, en donde guardaba piezas de artesanía, cuadros, esculturas... su taller era una habitación de techo alto con pinceles y pintura regados por todos lados. Él caminaba apoyado en su bastón y me explicaba la procedencia de cada objeto que abarrotaba su hogar. Era un genio en la dimensión total de la palabra, pero también un humano muy sensible, forjado en una vida vertiginosa en Europa, donde pasó gran parte de su vida. Fue amigo de bohemia del gran cuentista Julio Ramón Ribeyro, a quien conoció en Francia. “Fue un hombre muy callado, no hablaba mucho, todo lo guardaba para sus escritos. Le gustaba tomar su vino tinto de vez en cuando. Cantar sus boleritos, desabrido, pero cantaba sus boleros. Vaya que por ahí a sus amigas les cantaba”, recordó en aquella conversación. También fue cercano al pintor puneño Víctor Humareda, a quien visitaba en su cuartito en La Parada, La Victoria. La revelación de una anécdota fue motivo de una carcajada que el maestro no pudo contener. Contó que su colega coleccionaba ropa interior de mujeres. “Él gozaba con una risa sin dientes. Cuando alguien le preguntaba ‘¿Y esto de quién es?’, él respondía: ‘Es de Sofía Loren’. Estaba el sostén de Gina Lollobrigida… qué momento, qué momento”. En el ocaso de su vida, decidió regresar a su patria. Constantemente viajaba a Paiján, la tierra donde nació. Consultado si tenía algún pendiente, el maestro decía que aún no había hecho su obra monumental y que esperaba que la muerte no lo alcanzara sino después. Su legado será inmortal. “Maestro, y con esa vida tan azarosa e intensa, ¿qué consejo les daría a los jóvenes?”. Él, sabio y añejo, respondió: “Que trabaje, que mire, que mire las cosas. Tiene que ser un fijón. Mirar día y noche. Tratar de descubrir, entre la sombra y lo real, una nueva forma”. Se fue un grande. Apago el televisor.

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