
Este Búho leyó hace algunos días en este diario la historia del ‘Van Damme peruano’. Se trata del karateca Michael Félix Ramos, quien además ha dirigido tres películas independientes de acción. En la nota del colega Marco Gonzales, que luego rebotó en otros medios, se da cuenta de que el luchador de artes marciales y cineasta es oriundo de Casma, una tierra por la que tengo especial cariño; por su comida, por sus playas y por su gente. Aún recuerdo los consejos de un viejo profesor de la universidad. ‘Muchacho, la única manera de derrumbar prejuicios y comprender a nuestra sociedad es viajando’, me decía con la mirada fija y detrás de unos gruesos lentes de carey. Agregaba: ‘Uno viaja para conocer y para conocerse’. Si había escogido el oficio del periodismo para el resto de mi vida era por dos motivos, escribir y viajar. Esas dos pasiones que, estoy seguro, nunca terminaré de saciar. De chibolo, cuando del bolsillo no salía más que polvo, me sumergía en lecturas que me transportaran a lugares mágicos. ‘Cien años de soledad’, de ‘Gabo’, ‘Viaje al corazón de las tinieblas’, de Conrad, ‘Los detectives salvajes’, de Bolaño o ‘Los perros ladran’, de Capote. Total, ¿no dicen que la lectura es otra manera de viajar? Pero cuando en el bolsillo había algunas monedas, iba apurado hacia el terminal de Fiori o Yerbateros a comprar mi ticket de ida, aunque a veces no alcanzara para el de regreso. Pequeños problemas que solucionaba de mil maneras. No fue hace mucho que viajé a Casma y aproveché para visitar sus playas. El mar. Siempre he tenido una conexión inexplicable con el mar. Será porque me hacen muy feliz los pequeños detalles que encuentro en él: caminar descalzo por la arena o escuchar el trinar de las gaviotas. Siempre me pregunto cómo es que las cosas tan simples pueden hacernos tan felices. En mototaxi eran cuarenta minutos desde ‘La ciudad del eterno sol’, como se conoce a Casma, hasta Puerto Casma. El trayecto fue, primero, por la Panamericana Norte, luego se ingresaba a una carretera relativamente en buen estado.
Desde allí el paisaje se convertía en interminables sembríos de mango, maracuyá y páprika. Además, extensos cañaverales salpicados con casitas de adobe. El sol calentaba, pero no quemaba. Cruzando el puente Tabón, la brisa me trajo ese inconfundible olor a mar que para mí, desde niño, ha significado el anuncio de una felicidad desbordante. Aunque pequeño, el pueblo contaba con aproximadamente cuatro restaurantes donde ofrecían cebiches, parihuelas, chicharrones y diversos platos más que tenían como ingrediente principal al pescado recién salido del mar. Recuerdo que pedí un sudado de tramboyo, con su arrocito y yuca sancochada. ‘Señor, cuidado que el pescado salte de su plato’, me dijo entonces la guapa mesera de piel tostada. Estaba sonriendo. ‘No se preocupe, señorita, que a este tiburón nunca se le ha escapado un pescado’, le respondí y ella me devolvió una sonrisa. Luego, antes del atardecer, visité la playa Tortugas, ubicada a una hora de Casma. Tortugas es una playa de aguas tranquilas en medio de dos enormes cerros. Merece aquel nombre porque cada cuatro meses, me comentó un residente, cientos de tortugas llegan en busca de comida, precisamente, en busca de lisas. La temporada arranca en julio, cuando los peces apenas tienen 10 centímetros. Es en Tortugas donde se concentraba la mayor cantidad de restaurantes y hoteles. Darse un chapuzón en su agua turquesa y tibia fue tan reparador para el cuerpo y para el alma, como observar, desde el muelle, la puesta de sol. Recuerdo una respuesta que dio el ‘flaco’ Julio Ramón Ribeyro cuando le preguntaron qué significado tenía el mar en su vida como hombre y escritor: “(…) No sé, me producía una sensación de libertad: me invitaba a la aventura y me brindaba la oportunidad de mirar de cerca el trajín de los prójimos que pugnaban por sobrevivir entre el mar y las playas”. Viajar en temporada baja me trajo algunos problemas como, por ejemplo, no encontrar movilidad. Ya en la oscuridad, cuando el viento empezó a correr con fuerza, sufrí un inconveniente para regresar a Casma. Entonces, tuve que caminar hasta la Panamericana a ‘tirar dedo’, lo que los gringos llaman ‘autostop’, recordando así mis épocas de chibolo indocumentado. Fue difícil encontrar un chofer que nos ‘jale’, debido a la desconfianza que genera la ola de criminalidad en el país. Pero, claro, siempre hay un alma generosa como la del buen camionero ‘Pacho’, quien sin más motivos que la amabilidad detuvo su tráiler, abrió la puerta y me llevó de regreso a la ciudad. ¡Tremenda experiencia! Apago el televisor.