La magia navideña es más que un juego infantil: es una experiencia emocional que fortalece el desarrollo. La ilusión, la sorpresa y los rituales permiten que el cerebro infantil experimente seguridad, creatividad y vínculo.
Cuando un niño imagina, construye recursos internos para regular emociones y afrontar lo nuevo. Los adultos podemos alimentar esa magia con gestos simples: leer cuentos, mantener tradiciones, cocinar en familia, realizar manualidades o crear pequeños momentos de sorpresa.
Sostener la fantasía no es mentirle al niño, es acompañar su proceso de crecimiento.
La Navidad se convierte así en un puente afectivo que deja recuerdos duraderos y nutre su autoestima. Además de crear recuerdos felices, le ayuda a sentar las bases de su desarrollo personal.
En un mundo acelerado, la ilusión recuerda a los chicos que la ternura, el juego y el amor también construyen salud mental.
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