
Mi amigo, el fotógrafo Gary, llegó al restaurante por una cachemita frita servida con arroz blanco, yuca sancochada y salsa criolla. Para tomar pidió una jarrita con chicha morada. “María, el Perú no termina de sorprenderse por la reciente elección de monseñor Robert Prevost, exobispo de Chiclayo, como el nuevo papa, líder espirtual de los más de mil 400 millones de católicos en el mundo. Es una buena señal de la iglesia, pues el sucesor de Francisco siempre estuvo ligado a la acción pastoral y el trabajo con el pueblo. Tanto es así que tiene una ahijada en Chulucanas, DNI peruano, le gusta el cabrito de leche y su recuerdo sigue como si fuera ayer en el norte peruano. Sobre todo, caló hondo en los fieles su preocupación permanente por los demás, por los desvalidos y por los pobres. En suma, despojándose de todo egoísmo y rencores que son los que nos carcomen el alma. Por eso, la vida de su santidad debe ser tomada como ejemplo.
El mundo sería mejor si todos fuéramos así, de alguna manera desprendidos y siguiendo la moral cristiana de ayudar a los que no tienen. Hay que tener mucho valor para desarraigarse de su tierra, su familia, amigos y vivencias, como hizo el misionero Prevost para venir en 1985 a un caótico Perú a hacer labor pastoral, solo con el ánimo de trabajar por los más necesitados. El desprendimiento, el preocuparse por los demás y la falta de egoísmo podrían resolver los más grandes problemas del país. Por ejemplo, si todos nos uniéramos podríamos derrotar a las organizaciones criminales que no nos dejan en paz. Si los que más tienen dejaran de ser tan egoístas y se preocuparan por los que pasan hambre, habría menos sufrimiento. Si en las elecciones no le diéramos nuestro voto a los corruptos, este país sería una potencia. Si los hinchas del fútbol no se odiaran por gusto, las familias regresarían a los estadios. La conclusión es que debemos cambiar para bien. Dar la mano a quien lo necesita. Si todos lo hiciéramos un poquito cada día, este mundo sería mejor”. Gary tiene razón. Me voy, cuídense.