Este Búho es un convencido de que el virus mortal y traicionero no nos va a derrotar y menos a la cultura. Por eso sigo con atención los homenajes virtuales que se le hacen a un ícono de la cultura nacional: José María Arguedas (Andahuaylas 1911-Lima 1969). Una de las publicaciones imprescindibles para conocer el pensamiento del escritor y hasta sus más íntimas emociones, está en las cartas que le escribió a su gran amigo, el antropólogo norteamericano John Murra.
El peruanista prologa un libro que recopila correspondencia que el escritor mantuvo por años, no solo con el norteamericano, sino con distintas personalidades de su mundo intelectual, social y amical. Murra escribió excelentes estudios sobre su amigo. En uno de ellos, titulado ‘Arguedas, dos imágenes’, cuenta una anécdota poco conocida del autor de ‘El Sexto’.
Relataba que el narrador intentó varias veces visitar Estados Unidos, porque estaba invitado a dar unas charlas en distintas universidades, pero en reiteradas oportunidades su solicitud de visa fue rechazada. El escritor, en aquellos años de la ‘Guerra fría’, era catalogado como ‘peligroso’ por el FBI.
‘Recuerdo que en 1962 -rememora Murra- Arguedas pasaba por Nueva York camino a Alemania, cuando las autoridades del aeropuerto de Idlewild no lo dejaron salir del recinto internacional, para que conozca conmigo algo de la ciudad. Tuve que pasar por no sé cuántos inspectores para poder ir a saludarlo dentro del aeropuerto.
Una vez juntos, tuvimos que conversar en un cuartito reservado para los ‘prohibidos’ de pisar tierra norteamericana'. Por esa época, José María se sentía cansado, impotente frente a los raudos cambios en el mundo andino y, sobre todo, en algunos lugares donde se fusionaban la tradicional visión indígena con el vertiginoso ritmo de la gran ciudad.
Por eso, a finales de los sesenta se fue a vivir a Chimbote, en pleno ‘boom’ de la pesca de la anchoveta, para estudiar el impacto que causaba la gran migración de las alturas campesinas a la costa y su inserción en la economía capitalista, donde se vendría a gestar la imagen del ‘achorado’. ¿El resultado? Un libro impactante, clásico, desgarrador: ‘El zorro de arriba y el zorro de abajo’, publicado póstumamente en 1971.
Una novela que recoge parte de sus diarios íntimos. Allí cuenta que tuvo otro intento de suicidio frustrado, en 1966, en el pueblito de Obrajillo, en Canta. Ese libro no lo concluyó, porque el 28 de noviembre de 1969, cuando tenía 58 años, se disparó en la sien en su salón de clases de la Universidad Nacional Agraria.
Sus motivos los expuso en dos cartas: Una a su esposa chilena Sybila Arredondo y otra dirigida a sus alumnos y al rector. ‘Me retiro ahora porque siento, he comprobado, que ya no tengo energía e iluminación para seguir trabajando, es decir, para justificar la vida’, confesó a sus alumnos en la misiva.
La depresión lo acompañó toda su vida. Ni su primera esposa Cecilia Bustamante, ni la segunda, la jovencita chilena de familia acomodada, Sybila Arredondo, pudieron llenar su corazón que por momentos se sentía solitario.
Nunca olvidaré el impacto que me causó leer en secundaria ‘Los ríos profundos’, su novela autobiográfica. Arguedas es ‘Ernesto’, el hijo de blancos criado por los indígenas y tratado muy mal por su madrastra y hemanastro. Ambientada en Abancay, me enseñó el otro Perú, el que yo no conocía, el de la sierra, escenario de las injusticias más terribles.
Lima era todo mi mundo. José María Arguedas me abrió los ojos. Perdió a su madre cuando solo tenía tres años y ese lamentable suceso marcaría su vida para siempre. Su padre era un abogado itinerante que lo llevaba por la sierra, mientras litigaba, pero se casó con una terrateniente y lo dejó al cuidado de esta en su hacienda.
‘Yo pasé todo el tiempo con la servidumbre indígena, porque mi madrastra tenía hijos a los cuales prefería mucho. Y entre estos, uno era el verdadero amo del pueblo. Era un típico gamonal, de los que no existen ahora, sino en muy pocos lugares del país (…). En fin, era un pequeño señor absoluto. Y a mí me trataba muy mal…’, recordaba.
‘Yo fui un verdadero protegido de los indios, como estaba tan maltratado como ellos, a pesar de que era hijo de un señor (…) Yo tendría entre cinco y nueve años. Dormía en la cocina, sobre una batea muy grande que servía para amasar pan, sobre unos pellejos’.
El día de su funeral no todo fue dolor. Por los pasillos de la Universidad Agraria, donde era profesor, una multitud le dio el último adiós al compás de la música celestial de un arpista y el violín de su entrañable amigo Máximo Damián, junto a sus danzantes de tijeras. Seguro José María llegó, hasta su morada en el cementerio ‘El Ángel’, tarareando su huaynito preferido. Apago el televisor.