
Este Búho tiene siempre, como premisa periodística, desconfiar de la ‘versión oficial’. Y mucho más en un régimen dictatorial como lo es el ruso de Vladimir Putin. Leo en agencias internacionales que fue hallado muerto con una bala en la cabeza el que fuera ministro de Transportes de ese país, Roman Starovoit, quien había sido despedido horas antes por el propio Putin.
La investigación preliminar determinó que se manejaba la hipótesis del suicidio, como sucedió hace poco con José Miguel Castro, el principal testigo del caso Susana Villarán, que apareció degollado en el baño de su casa. La muerte de Starovoit se produce tras una serie de atentados ucranianos en los principales aeropuertos rusos y en medio de un aumento de incendios y explosiones en las líneas de transporte y casos de sabotaje.
Putin es un personaje siniestro y no se descarta que haya decidido silenciarlo. El presidente ruso nació en el seno de una familia humilde en 1952, en la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en la entonces gran ciudad de Leningrado, hoy San Petersburgo.
Chancón, ambicioso, se recibió de abogado y luego fue reclutado por la todopoderosa KGB, la agencia de espías, y lo mandaron a Alemania Oriental, donde se desarrollaba una truculenta y soterrada guerra entre los servicios secretos occidentales CIA, M16 inglés, los comunistas KGB y la Stasi alemana.
En Dresde, se desmoronaba el régimen comunista oriental y las revueltas arrasaron con los agentes de la KGB, siendo asesinados la mayoría de sus colegas, y Putin se salvó huyendo astutamente, pero aprendió la lección y adoptó una filosofía: ‘los agentes secretos también deben tener el control político’.
Con ese rollo llegó a Moscú a trabajar en la política, aprovechando la Perestroika, pero siempre con perfil bajo con un ejército de antiguos agentes de la KGB leales, que sirvieron primero a un presidente inepto y con graves problemas de alcoholismo, Boris Yeltsin, quien creyó que utilizaba a Putin y lo nombró director del Servicio Federal de Seguridad.
Y luego, cuando los chechenos reclamaron su independencia por las buenas y con terrorismo por las malas, un jaqueado Yeltsin lo tuvo que ascender a primer ministro y allí el país vio quién mandaba en Rusia.
Encabezó ‘la segunda guerra chechena’ que acabó a sangre y fuego con los independentistas y lo volvió un político popular y temido. Ese año 1999, Yeltsin era como un fantasma que penaba en el Kremlin, solo y con su botella de vodka.
En Año Nuevo, ebrio de alcohol, frustración y debilidad, se vio obligado a dimitir y, como mandaba la Constitución, le entregó a Vladimir Putin la banda presidencial. Al igual que el personaje de ficción de la gran serie ‘House of Cards’, Frank Underwood, Putin llegaba a la cima del poder sin necesidad de postularse en elecciones democráticas.
Al año siguiente, ya con todo preparado, ganó las elecciones. Se iniciaba ‘la era Putin’ para reconstruir la nación, claro, a sangre y fuego, con implacable fiereza. Logró reactivar la economía, dándoles golpes mortales a los llamados ‘oligarcas’ y al rey ruso del petróleo, Mijail Jodorkovski, el hombre más rico del país, a quien acusó de malversación, estafa y lo condenó a ocho años de prisión.
Esas posturas le dieron réditos como un ‘nacionalista’ defensor de las riquezas naturales. Vladimir resume, según analistas, la premisa ‘no hay mejor socio para el Estado que el Estado mismo’. Así reconstruyó la economía sobre la base de la bonanza del petróleo. Además, logró, contra todo pronóstico, que su país fuera sede del Mundial de Fútbol en el 2018.
Pese a que odia hablar de su vida privada, solo se sabe que es divorciado y se muestra con sus dos hijas. Paradójicamente, le gusta que lo fotografíen y filmen realizando deportes de aventura, como montar caballos de carrera con el torso desnudo. Compite en campeonatos de judo, es cinturón negro y es declaradamente antigay. Desde febrero del 2022 invadió Ucrania y no tiene piedad ni con hospitales ni escuelas. Apago el televisor.
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