Este Búho lamenta que México haya decidido de manera unilateral exigir visa a los peruanos que viajen a ese país. Es cierto que hay muchos compatriotas, especialmente jóvenes, que viajan con la intención de cruzar la frontera hacia Estados Unidos, pero la verdad es que veo razones más políticas en esta decisión.
Recuerden que el presidente Andrés Manuel López Obrador es un fervoroso defensor ‘castillista’ que desconoce como presidenta a Dina Boluarte y dio refugio a la esposa y los hijos de Pedro Castillo, quien también pretendía asilarse en la embajada mexicana luego de su frustrado golpe de Estado, que felizmente terminó con su salida del poder.
López Obrador, un izquierdista admirador del dictador Fidel Castro, desde hace mucho tiempo se inmiscuyó groseramente en la política interna del Perú, en lugar de preocuparse por resolver las matanzas de los narcos. Pero bueno, ya habrá tiempo de analizar los entuertos políticos en esa entrañable tierra muy querida por los peruanos. Ingreso al túnel del tiempo.
No puedo dejar de evocar mis épocas de niño, en el cine Mirones, donde exhibían cintas mexicanas. Recordaba las películas de ‘Santo y Blue Demon contra las momias de Guanajuato’, los filmes de Cantinflas y las telenovelas que hacían llorar a mi madre y a mi abuela Raquel, como ‘El derecho de nacer’, cuando el implacable don Rafael del Junco (Ignacio López Tarso) ordenaba que maten al hijo bastardo de su hija María Elena del Junco (Verónica Castro).
Pero México también fue una fuente inagotable de mis lecturas juveniles en los cursos de historia, mis favoritos. Será porque la historia del Imperio azteca tiene mucho de trágica y fatal, como la de los incas. Atahualpa y Moctezuma sucumbieron igual ante los aventureros españoles.
Un poderoso imperio que dejó al mundo monumentales pirámides y un sistema astronómico que hasta hoy causa admiración y misterio en la ciencia fue aniquilado por esos soldados barbones, con fusiles y cañones, hambrientos de oro y gloria.
Hernán Cortés, el conquistador de México, cuando presintió que sus huestes estaban debilitadas y pensaban desertar, hizo quemar sus naves para que nadie escapara. Pizarro trazó una línea en la Isla del Gallo y solo trece lo siguieron a la conquista del Imperio incaico.
Hoy, el pasado colonial mexicano es tan fuerte como el peruano. Muchas iglesias y una veneración a la Virgencita de Guadalupe. Recuerdo que hace unos años recorrí impresionado el Centro Histórico de Ciudad de México. A diferencia de Lima, que fue fundada por Francisco Pizarro cuando en el valle del Rímac se desarrollaba una cultura indígena, con restos arqueológicos hasta ahora conservados en Maranga, Miraflores o Mateo Salado, en México fueron los aztecas quienes salieron de un remoto lugar, según la leyenda (mismo Manco Cápac y Mama Ocllo del lago Titicaca), del lugar de las Garzas (o Aztlan) hacia el centro del lago Texcoco.
Allí hallaron un islote y fundaron su ciudad, la gran Tenochtitlan, el 18 de julio de 1325. Los aztecas fueron más audaces que los uros de Puno. En el fondo de ese lago colocaron chinampas (troncos de madera) y luego lo rellenaron con capas de piedras y tierra. Ganaron muchos kilómetros a los lagos y construyeron su impresionante ciudad como una Venecia. Con canales para las canoas, tres calzadas principales y un embarcadero.
Sobre esa ciudad azteca, el conquistador español Hernán Cortés construyó la ciudad de México colonial. En el mismo lugar, durante tres siglos, esta ciudad se llenó de majestuosos templos y conventos. Durante la época republicana se edificaron imponentes edificios públicos, hasta hoy extraordinariamente conservados.
El Centro Histórico mexicano es, definitivamente, más grande que el limeño, la Catedral Metropolitana es imponente y, con todo merecimiento, el 11 de diciembre de 1987 fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco.
Pero hay otro México, que no es tan esplendoroso como el legado artístico de sus grandes hombres. La corrupción política campea. La violencia de los cárteles de la droga inunda de sangre las páginas de los diarios. Decapitados, quemados vivos en las maleteras de los automóviles, periodistas y activistas de los derechos civiles asesinados son pan de cada día. Perú se parece mucho a México, hasta en la corrupción.
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