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Lobos solitarios de Fernando Ampuero

El Búho nos deja sus comentarios de ‘Los últimos días de La Prensa’ de Jaime Bayly y ‘Lobos solitarios’ de Fernando Ampuero.

Este Búho aprovechó un viajecito a Paracas para releer dos novelas sobre periodistas. La de, ‘Los últimos días de La Prensa’ (l996) y ‘Lobos solitarios’ de (2017). Ambas ambientadas en épocas remotas del periodismo. Cuando no existía computadora ni Internet, ni era como hoy, donde matan las presiones de los cierres de edición y los periodistas tienen que, aparte de escribir sus notas para la edición impresa del día siguiente, redactar notas desde temprano para las ediciones digitales.

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Los periodistas de antaño tenían todo el tiempo del mundo para navegar por los mares procelosos de los bares citadinos, los ‘puticlubs’ y redactar excelentes crónicas. De estas delirantes épocas del periodismo provienen estas dos obras. Bayly nunca estuvo más hilarante, salvajemente corrosivo y pendenciero, al retratar el mundo de un periódico antiguo, ‘La Prensa’.

Un chiquillo de quince años, Diego Balbi, ‘alter ego’ de Bayly, llega para convivir en el diario con una ‘troupe’ de periodistas e intelectuales viejos, orates, alcohólicos y fascistas ultraviolentos. Es 1980 y en el periódico se encuentra con un grupo de jóvenes estudiantes de la Católica, llamados los ‘Jóvenes turcos’.

El jefe de editorial era un locuaz y erudito Enrique Botto (Enrique Chirinos Soto). Este personaje introduce al joven Diego a la cultura, pero sobre todo para beber en los mullidos sillones del Club Nacional.

Lo cierto es que en la obra los jóvenes sí se metían grandes ‘turcas’ en insomnes noches de bohemia y puterío con la plata que daba la tía de su amigo Larrañaga, el hijo del director, conocida como la ‘Devoradora de hombres’, todopoderosa secretaria, quien manejaba la ‘caja chica’.

En una de las partes más alucinantes de la novela, el jefe de Policiales, un anticomunista que había peleado en la Segunda Guerra Mundial, lanzó del balcón de un segundo piso a su redactor por izquierdista y este terminó con todo el cuerpo enyesado. Diego sostiene con convicción que esa redacción, como todo periódico, ‘se asemejaba a un manicomio o un burdel’.

LOS LOBOS SOLITARIOS DE FERNANDO AMPUERO

La ‘nouvelle’ de Fernando Ampuero no es propiamente un libro, más bien una ‘plaqueta’. Se titula ‘Lobos solitarios’. Trata sobre dos escritores fracasados, dos amigos periodistas que trabajaron junto con él en la revista ‘Caretas’. A este columnista le gusta comentar novelas que al final me dejan una sonrisa de satisfacción, como las de Fernando.

Pese a la mezquindad del tamaño del texto, me estremeció más que sus anteriores relatos. Tal vez por su brevedad o porque los protagonistas tuvieron un final trágico. Porque el autor va más allá, no le interesa escudriñar al medio o a la revista, él analiza y disecciona cual cirujano las personalidades solitarias de sus dos personajes: Edmundo y Xavier, ambos fallecidos, que son, pese a sus abismales diferencias, dos caras de una misma moneda.

Ampuero nos pone en la desgarradora piel de Edmundo. El hombre, antes de llegar a la revista, había publicado un libro en México y que el inmenso Juan Rulfo había prologado escribiendo que era ‘la novela que inicia la literatura de la revolución en Latinoamérica’.

Con esos pergaminos, Edmundo debió llegar a Perú como un dios, sin embargo, pasó desapercibido y se sepultó en un cubículo de ‘Caretas’. Él redactaba notables semblanzas de poetas, científicos, inventores, todos de la tercera edad, ‘quienes increíblemente morían después de sus entrevistas con el bigotón Edmundo’.

Pero escribía una segunda novela, de la que se quejaba que no querían publicar las grandes editoriales para hacerle daño. Tenía rumas de papel guardado. La novela de Edmundo era el secreto más comentado de ‘Caretas’. Su final es trágico.

Si Edmundo es la cara brillante, Xavier es el sello de la moneda. Era un mitómano, decía que fue baterista de Los Saicos, que era exalumno de la Católica, pero nadie lo podía comprobar, aunque como redactor era voluntarioso. Un día le llegó una gran herencia y seguía prometiendo su esperada novela mientras se convertía en el putañero más frecuente de los sucios night clubs del jirón Cailloma.

Pero con el dinero llegó la locura. Convirtió su oficina en su burdel personal. Ambos no se sentían periodistas, sino escritores. Fernando asiste, ya como jefe, al deterioro personal, físico y emocional de sus dos amigos. ‘Ambos huelen a muerto’, escribe.

Hay una parte que delata la relación: Edmundo, borracho, interrumpe a Fernando, que está redactando la nota de portada. ‘Nuestro destino son las palabras. Tenemos un trabajo que demanda que se haga con amor, con la lentitud con la que se hace el amor’.

Fernando se incomoda. ‘No te distraigo más, pero necesito que me contestes una pregunta y luego sigues con lo tuyo. ¿Por qué te gustan las palabras? ¿Por su música, por su significado o por su belleza?’.

Edmundo, a diferencia de Xavier, que era un solitario, estaba casado con Teresina, una mujer periodista cuya familia de dinero en Arequipa la había desheredado por casarse con un periodista borrachín.

Pero ni el amor de una mujer pudo detener el huracán autodestructivo de Edmundo. Tuvo un triste final. Termino con una frase de Ampuero: “Todo escritor, en mayor o menor medida, se siente un fracasado. Casi nunca estamos satisfechos con la obra que hemos hecho y por eso nos ponemos a escribir la siguiente”. Apago el televisor.

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