A este Búho le gusta pasar estos días de Semana Santa en familia y en paz. Escribo, releo libros, veo algunas películas y como un pescadito fresco. A estas alturas de mi vida no me iría de viaje y menos de campamento donde todo es juerga y bullicio. Como dice el gran Charles Bukowski, voy al lado contrario de la multitud. Si todos se van al sur, prefiero ir al diario o quedarme en casa. Por eso ayer me levanté temprano, compré mis periódicos favoritos y caminé cerca al mar de la Costa Verde.
Escuchar el sonido de las olas en la playa me hace recordar el ruido del mar Rojo en la épica superproducción de Cecil B. DeMille, ‘Los 10 Mandamientos’ (1956), con el inmenso Charlton Heston como Moisés, el libertador del pueblo judío que le ordena a las aguas abrirse para que pueden salvarse de la persecución del ejército del faraón Ramsés. A Heston le venían como anillo al dedo los papeles de hombre bueno y pacífico, como el mismo Moisés o ‘Ben Hur’, otra extraordinaria producción que este año no la veo en señal abierta.
Esa película se estrenó en ¡1959!. Alucinante. Pero décadas después, en la vida real, Heston fue un recalcitrante miembro del Partido Republicano que luchaba porque no se derogue la ley que permite que cualquier hijo de vecino llegue a una tienda en los Estados Unidos y compre un revólver o una Mini Uzi, como si se tratara de un televisor o una cafetera.
Pero las cosas han cambiado. Ahora muy poca gente va al cine. El mítico cine Mirones, donde vi grandes películas, y muchas otras salas, han desaparecido. Hoy son gigantes edificios de departamentos o templos evangelistas. Allí el Jueves y Viernes Santo hacíamos nuestras colazas para ver las películas ‘Vida, pasión y muerte de Jesús’, con los actores Enrique Rambal o Claudio Brook haciendo de Jesús.
Tanta era la pasión que afuera del cine vendían pañuelos para secar las lágrimas. El cine era la válvula de escape para los infantes, pues los únicos tres canales que había pasaban el Sermón de las Tres Horas. Preferible salir al cine. Los chicos de hoy ya no se aburren en Semana Santa.
No solo tienen más de cien canales de cable, además del streaming, para ver hasta las series más violentas y poco cristianas, sino que cuentan con computadoras para entrar a internet y pasar horas en las redes sociales. Ya ni quieren salir, como nosotros, a recorrer las siete iglesias.
Tomábamos el ómnibus al centro de Lima, donde hay un templo en cada esquina. Aunque me dicen que Defensa Civil alertaba que las viejas iglesias del centro histórico podían resultar una trampa mortal. Según los expertos, fueron construidas con adobe o quincha y muchas están en estado ruinoso y no podrían soportar grandes aglomeraciones de feligreses.
Por ejemplo, la bella iglesia de Nuestra Señora de la Merced, en pleno Jirón de la Unión, fue construida en 1535, su bella portada tallada en madera en 1614 es Patrimonio Cultural de la Nación. Si bien ha sido restaurada, los distintos terremotos erosionaron sus paredes. Hay iglesias antiguas en Barrios Altos y el Rímac que han sido inspeccionadas por los expertos de Defensa Civil y se recomendó un reforzamiento urgente de sus cimientos.
Añoro los platillos que preparaba mi abuelita Raquel, especialmente por Semana Santa. El riquísimo picante de bacalao. Porque en esos tiempos la panadería del japonés Simón vendía bolsas de este pescado directamente de Noruega. Para bolsillos menos holgados, bolsas de pescado salado. Mi abuela remojaba el bacalao desde la noche anterior.
Hacía un aderezo con cebollas largas y finas, aceite de oliva, ajo, un tremendo pimiento en tiritas, sal, pimienta, un poco de orégano y echaba el bacalao en tiritas, luego el agua donde reposó el bacalao, colocaba el pescado con arvejitas y papas amarillas peladas. Ese delicioso platillo lo servía con arroz graneadito y queso parmesano encima, y una copita de vino tinto. ¡Ahhh! Para chuparse los dedos.
Cómo extraño esas comidas, porque la gastronomía peruana se lucía hasta en Semana Santa. Pero lo más importante es que pasábamos los días de recogimiento en unidad. Apago el televisor.
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