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Julio Ramón Ribeyro y su amado cigarrillo

Nuestro columnista habla deJulio Ramón Ribeyro, su cuentista favorito.

Este Búho ha recibido varios correos en los que me preguntan si hay más fotos inéditas de nuestro querido escritor . Efectivamente, tenemos más fotos del ‘Flaco’ que fueron rescatadas del mercado de Loreto, Callao. Estaban a punto de ser echadas a la basura, pero un querido amigo fotógrafo las compró al peso. La imagen que ahora les presento es la del escritor y ese amor que lo llevó a la tumba: el cigarrillo. Fumador confeso, el autor de ‘La tentación del fracaso’ hizo del pucho una extensión de sus falanges. Ese hábito cancerígeno lo conoció muy jovencito, a los 15 años, cuando estaba en el colegio, y solo lo dejó en 1994, cuando murió. Aquel vicio, como él mismo reconoció: “Si entendemos por vicio a un acto repetitivo, progresivo y pernicioso que nos produce placer”, lo llevó a cometer actos descabellados: como vender sus libros de Paul Valéry, Honoré de Balzac, Ciro Alegría, Antón Chéjov e incluso los propios. Durante su peor etapa en Francia, cuando no tenía ni para comer, el escritor solía caminar por las calles más transitadas con los ojos mirando al piso, con la esperanza de encontrar una colilla que pudiera fumar. La imagen que acompaña este texto -tomada en La Punta, Callao- es el retrato de ese amor destructivo que Julio Ramón mantuvo con el cigarro. Destructivo desde nuestra perspectiva, pues el cuentista creía todo lo contrario. Su dependencia era tal, que no podía iniciar ninguna actividad sin un pitillo entre los labios. “El fumar se había ido ya enhebrando con casi todas las ocupaciones de mi vida. Fumaba no solo cuando preparaba un examen, sino cuando veía una película, cuando jugaba ajedrez, cuando abordaba a una guapa, cuando me paseaba por el malecón, cuando tenía un problema, cuando lo resolvía. Mis días estaban así recorridos por un tren de cigarrillos”. Pero fue en los años 70 cuando el escritor sufrió su primera crisis a consecuencia del humo. Según él mismo cuenta, cada día se sentía peor porque tosía con frecuencia, sufría de acidez, fatiga, pérdida de apetito, mareos y padecía de una úlcera estomacal. Todo esto le generó una hemorragia. Lo internaron varios días. Cuando le dieron de alta, los doctores le prohibieron el cigarro si quería seguir viviendo. Pedido en vano: volvió a fumar ni bien dio un paso fuera del hospital. El pucho y la escritura fueron para Julio Ramón, dos actividades complementarias y dependientes una de la otra. Muchos años después, Julio Ramón volvió a recaer. Esta vez le detectaron cáncer al esófago, fue operado y puesto a rehabilitación por un largo período. Bajo una estricta vigilancia médica y de su esposa Alida Cordero, el escritor no tuvo más chance que dejar temporalmente el cigarro. “Al mes estaba tostado, fornido, saludable y diría hasta hermoso. Pero en el fondo, pero en el fondo, me sentía insatisfecho, desasosegado, por momentos increíblemente triste”. Una vez recuperado y fuera del hospital, no demoró mucho en encender un pitillo. Su tórrido romance con el tabaco fue inmortalizado en ‘Solo para fumadores’, uno de sus textos más populares. Ya en sus últimos años, el ‘Flaco’ decidió dejar Europa y radicar en Perú, en su departamento barranquino con vista al mar. Ya estaba, más bien, dedicado a compartir con sus amigos, salir a bailar, cantar y pasar el tiempo con su único hijo, Julio Ramón, quien en una entrevista reciente aseguró que si algo bueno tenía que sacar de aquellos años, era que la enfermedad hizo que pasara más tiempo con su padre. Su hijo inspiró un texto hermoso en ‘Prosas apátridas’ que vale recordar: “Para un padre, el calendario más veraz es su propio hijo. En él, más que en espejos o almanaques, tomamos conciencia de nuestro transcurrir y registramos los síntomas de nuestro deterioro. El diente que le sale es el que perdemos; el centímetro que aumenta, el que nos empequeñecemos; las luces que adquiere, las que en nosotros se extinguen; lo que aprende, lo que olvidamos; y el año que suma, el que se nos sustrae”. El 4 de diciembre de 1994, dos meses después de haber ganado el prestigioso Premio Iberoamericano Juan Rulfo, falleció. Dicen, quienes lo vieron en su ataúd, que cargaba un cigarro en un bolsillo. El flaco, nuevamente, se salió con la suya. Apago el televisor.

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