Este Búho está convencido de que el destino es circular, especialmente en política. Más de tres décadas en este oficio me han enseñado que siempre hay que desconfiar y que no hay casualidades. Eso sí, me reafirmo en algo: nunca me voy a alegrar y hacer ‘fiesta’ cuando una persona se va presa, menos si es una madre de familia como Keiko Fujimori. Pero tal como lo dije ayer, su libertad estaba cantada por el Tribunal Constitucional. Todo esto nos deja una gran lección. Los que tienen hijos deben pensarlo mil veces si van a cruzar la línea. ¿Por qué una mujer que llegó a ser la más poderosa del país, con una bancada mayoritaria que decapitó ministros, premieres y hasta un presidente, terminó con su humanidad en la cárcel de Chorrillos, con el chaleco de detenida y las marrocas?
Tengo que ingresar al túnel del tiempo. Pienso que la clave está en su biografía política. Este columnista lo sabe muy bien desde aquella mañana de 1990 cuando su padre, el ingeniero Alberto Fujimori -que había pasado a la segunda vuelta frente al novelista y favorito Mario Vargas Llosa- me hizo entrar a su residencia en Monterrico, frente al colegio Weberbauer.
No pretendo justificar el sinuoso y destructivo accionar de Keiko en política, pero ¿qué se podía esperar de un padre como Alberto Fujimori, que desde el mismo inicio de su carrera política involucró a sus hijos pequeños en la misma? Corría el año 1990. Trabajaba como redactor en un diario que ahora yace en el cementerio de papel. El inmenso y rubio director me mandó a seguirle los pasos al ‘Chinito del tractor’. Recuerdo que ese día una voz me llama para que ingrese al búnker de Fujimori, en Monterrico.
El candidato estaba feliz por mi crónica sobre su mitin de inicio de campaña por la segunda vuelta en Huaycán. ‘Señor, qué bonita columna, por qué no trabaja en mi equipo de campaña’, me dijo con su masticado español. ‘Hijita, tráele al señor una limonada’, agregó. Y apareció Keiko en uniforme de colegio sirviéndome un vaso junto a galletitas con mantequilla. Desde ese instante ya Keiko no tendría una infancia como la de cualquiera de nosotros. Su padre, en su ambición por el poder, se la robó.
Alberto Fujimori, ni bien tomó el poder, se dedicó a cometer una serie de raterías de la más baja estofa, como, por ejemplo, agarrarse la ropa donada del Japón para venderla. Bajeza capitaneada por su hermana Rosa y su cuñado Víctor Aritomi. Susana Higuchi denunció en los medios de comunicación a su cuñada por el delito y su esposo la encerró en los sótanos de Palacio. La propia Susana lo hizo saber a la comisión del Congreso que investigó el caso. ¿Y quién creen que la reemplazó como primera dama? Keiko, sin ningún remordimiento.
Ella heredó un partido autocrático, cuyo sello de fábrica era el apellido ‘Fujimori’. Postuló dos veces a la Presidencia y por poco gana. Pero nunca pudo asimilar la derrota con un ‘viejito’ PPK por escasos 70 mil votos. Ya para ese entonces se había rodeado de un entorno tóxico. Muchos cuestionaron, incluso el propio Kenji, que sus asesores, el oscuro Pier Figari y Ana Herz de Vega, la ‘tenían secuestrada’.
Keiko, que había guillotinado a los ‘históricos’ fujimoristas como la Cuculiza, Aguinaga, Chávez y compañía, se acompañó de una serie de impresentables como Héctor Becerril y Moisés Mamani. Desde la misma juramentación de PPK se la juraron y no pararon hasta que renuncie. Ejercieron un poder paralelo confrontacional y destructivo, primero con el chat ‘El mototaxi’ y luego con la espeluznante ‘La botica’.
Les importaba un bledo la gobernabilidad, solo se preocupaban por destruir toda propuesta del Ejecutivo. El país y las reformas que urgían no interesaban en absoluto. La gran pregunta es ‘¿habrá aprendido la lección tras un año encerrada en Chorrillos?’ Apago el televisor.