Este Búho sigue cumpliendo disciplinadamente la cuarentena, preocupado por este virus invisible y traicionero. Veo la televisión y reconozco el trabajo de los jóvenes reporteros que salen a la calle desafiando los peligros de un posible contagio.
No pude evitar ingresar al ‘túnel del tiempo’. Año 1991. Época en que era un joven reportero ‘todoterreno’ en un diario que ahora yace en el ‘cementerio de papel’ y me enviaron a Chimbote, ciudad donde se inció la terrible epidemia del cólera que dejó miles de muertos en el país. Los informes del número de víctimas difieren. Mientras las oficiales estimaron tres mil fallecidos, organismos independientes calcularon que hubo más de seis mil.
Cuando al puerto de Chimbote comenzaron a llegar pacientes moribundos que se deshidrataban en diarreas y los muertos hicieron colapsar la morgues de los hospitales chimbotanos, recién se declaró oficialmente la epidemia. Fue cuando me mandaron al puerto. Recuerdo que el jefe de Redacción designó a un redactor experimentado para que vaya al norte a cubrir la tragedia, pero este se excusó: ‘Todavía tengo hijos en el colegio’. El jefe comprendió y me llevó a su oficina. ‘¿Quieres ir a Chimbote?, es una comisión riesgosa’. ‘Por supuesto’, respondí como un autómata, sin medir el peligro porque, pese a mi juventud, ya había cubierto en otro diario conflictos como el terrorismo de Sendero Luminoso en zonas de emergencia en Cajatambo y Ayacucho, y violaciones de derechos humanos de la Marina en Pucallpa.
Pero esta comisión era diferente. En Ayacucho y Pucallpa tú sabías quiénes eran los enemigos y podías esconderte, cambiar de hoteles a cada rato, porque los terrucos ‘tenían mil ojos y mil oídos’ y los de la Marina creían que casi todos los periodistas eran terroristas o sus aliados. En cambio, en Chimbote, el cólera te podía tumbar por degustar un rico cebiche de corvina o por tomarte una chicha helada en la Plaza de Armas. Un asesino engañoso.
Cuando llegué al hospital veía cómo desfilaban los enfermos que no podían caminar y con los pantalones sucios por la diarrea. La jefa de doctores nos dijo: ‘Los pacientes que llegaban con diarrea eran generalmente niños que comían algo en mal estado. Pero de la noche a la mañana comenzaron a llegar adultos cuya diarrea no para, se deshidratan totalmente y no tenemos sueros ni medicinas para hidratarlos convenientemente (recuerden que vivíamos una terrible crisis económica heredada del gobierno de Alan García) y los pacientes terminan con un shock irreversible y fallecen. Los más pobres ni siquiera llegan al hospital, pues mueren en sus casas como moscas. Solo combaten las evacuaciones constantes con panetelas como paliativo inútil’.
Por todo Chimbote veíamos velorios. Las funerarias agotaron sus stocks y traían féretros de Trujillo o Huacho. En el Hotel Presidente nos advertían: ‘Ni se les ocurra comer pescado’. Pero de las mejores cebicherías de la ciudad llegaban al hotel a invitarnos a degustar pescado en cebiche, en sudados. ‘Señores, es pescado fresco, de la caleta de Tortugas. Hay corvinas, lenguaditos, vengan, es gratis y escriban en su diario que el pescado no transmite el cólera’. Y tenían razón. Contra la creencia popular, no era el pescado el que transmitía la mortal enfermedad.
Los científicos llegaron a la conclusión de que era el agua contaminada con residuos fecales, donde se incubaba la bacteria, la que causó la epidemia. En aquel ardiente verano, miles se contagiaron tomando refrescos preparados con aguas contaminadas, sin hervir. Comiendo ensaladas cuyas verduras se lavaron con aguas impuras. Los peces se infectaron al alimentarse con los residuos de los desagües que iban a parar al mar como en Lima y Chimbote.
A este columnista, cuando regresó a Lima, le preguntaban si había comido cebiche en Chimbote. Les dije la verdad, ‘sí’. En la mejor cebichería, donde el dueño me aseguró que era una corvina y un lenguado de la caleta de Tortugas. Era joven, soltero y ‘amaba el peligro’ como el detective Cool Mc Cool. Hoy, ante el temible coronavirus, escribo mi columna en casa y no paso del jardín, respetando escrupulosamente la cuarentena. Soy como un guerrero tomándose un descanso después de mil batallas, que hoy está a buen recaudo con sus ‘cachorros’. Apago el televisor.