Este Búho reflexiona en esta Navidad envuelta en el maldito virus traicionero y mortal. Así lo siento. Miro a mi hija enclaustrada en su habitación y extraño caminar de la mano con ella por las playas de Máncora, o los atardeceres inolvidables en los muelles de Huanchaco y Pimentel. La niña que correteaba por Machu Picchu y Sacsayhuamán, Paracas, o frente al imponente Misti arequipeño, o navegando por el lago Titicaca, en las islas flotantes de los Uros, en Puno, y me estalla el corazón. Ni qué decir de mi hijito de tres años y medio, que cuando me ve salir a comprar víveres me dice: ‘Papá, quiero ir a la calle contigo’. No podemos exponerlos, mis queridos lectores, hay que proteger a los que más amamos. Y en mi caso, hay un dolor adicional. Mi hija no tendrá la fiesta que mi familia imaginó y lo que este Búho siempre soñó, bailar el vals con su engreída.
Por ello prefiero ingresar al túnel del tiempo y compartir esos años que pasé la Navidad en mi barrio de la Unidad Vecinal Mirones. La disfruté de pequeño y nunca me convertiré en el Grinch. Puedo decir que tuve una infancia feliz y viví noches maravillosas. Hay que ser sinceros, los niños de antes creíamos en Papá Noel, pues le escribíamos cartas, las dejábamos en un zapato y nos acostábamos temprano para, al despertar, ver los regalos al pie del árbol. Nos levantábamos justo a medianoche. En los años maravillosos, esta fecha de Navidad estaba rodeada de una aureola especial.
El ‘Tío Johnny’, el entrañable programa infantil, le daba un halo mágico a la Navidad. El tío fue el pionero en cantar el clásico tema navideño de Bing Crosby. Muchos años después, Luis Miguel sacó su propia versión: ‘Santa Claus llegó a la ciudad’ y la letra pone al barbudo don Santa como una especie de ‘gran hermano’ de la novela del escritor George Orwell: ‘Él sabe de ti/ él sabe de mí/ él sabe de todos, no intentes huir/ Santa Claus llegó a la ciudad’. Recuerdo que el primer gran regalo de Navidad que recibí fue aquella bicicleta Velamos, una guerrera marca checoslovaca que tenía llantas areneras. Yo recién vi la bicicleta cuando me levanté por los cohetones. La pude estrenar el 25 tempranito, en un parque lleno de cohetecillos y cohetones reventados durante la noche. En ese escenario, que parecía devastado por una guerra, manejé por primera vez mi bicicleta.
La Navidad es, ante todo, una fecha de reflexión, pero a los niños no los puedes dejar, en lo posible, con la ilusión de recibir un regalito, por más modesto que sea. Pero veo con preocupación a una ‘generación del silencio’. Algunos chicos que pasan a la adolescencia y casi no hablan con sus padres por estar pegados al celular, ‘wasapeando’ o pasando la Nochebuena viendo videos en diferentes plataformas virtuales o jugando desesperadamente ‘Free Fire’. Los niños de mi generación no eran mejores que los de hoy, sino diferentes, así como los padres de ayer eran distintos a los de hoy. Antes no había tanta competitividad, tanto frenesí por el consumo. Existían tres marcas de autos en el mercado porque los militares expulsaron los vehículos norteamericanos.
Tampoco había juguetes importados. Si bien esas medidas fueron contraproducentes, en ciertos sectores permitían que no hubiera tantas diferencias. Este columnista todavía quiere creer que la Navidad es una fecha donde hay que pensar en la familia y en el prójimo que necesita más que nosotros. Cómo será de entrañable esta fecha para mí, que hasta películas se quedaron en mi mente. Aunque no lo crean, en un filme de mafiosos también puede estar presente la Navidad. En ‘El Padrino’, de Francis Ford Coppola, hay una escena impresionante.
La ciudad de Nueva York está cubierta de nieve. El hijo del don, Michael (Al Pacino), ha pasado la noche en un hotel con su novia Kay (Diane Keaton) y recorre la Quinta Avenida comprando regalos para llevar a la casa de su padre. Luego de salir de un cine, Kay se queda mirando fijamente un quiosco de periódicos y ve en la portada de un diario vespertino un tremendo titular: ‘¡Vito Corleone, jefe del hampa, habría sido asesinado!’. Pero bueno, este columnista cree que esta fecha es buena para, al menos en esta ocasión, intentar no pensar en uno mismo y sí en los demás. La felicidad no es tener la casa llena de regalos, chancho o pavo. Hay muchos hogares donde sobra el dinero y escasea el amor.
Hay padres separados que ni en Nochebuena evitan el odio que se tienen y los que pagan los ‘platos rotos’ son los hijos, a los que ni van a saludar. Hay hogares humildes en los que, sin pavo ni panetón de marca, hay amor entre padres e hijos y un juguete de plástico o un cuartito de pollo es suficiente para pasar una Navidad inolvidable. Porque lo mejor que le puede pasar a un niño es tener una linda Navidad rodeado del amor de sus seres queridos. Eso no se olvida. Se los dice este columnista que, con sus tremendos ojazos, ha visto pasar tantas fiestas y sigue pensando que no hay mejor regalo de Navidad que pasarla con la familia, con la que vivimos en casa por la pandemia. Apago el televisor.