Este Búho se lamenta que el gran estadio de la Ciudad Universitaria de San Marcos sea noticia por cosas feas. No le hace bien a la universidad que la Municipalidad de Lima lo haya clausurado por dos meses poniéndole una multa de veinte mil soles por la organización de reiterados conciertos que ‘alteran la tranquilidad de los vecinos y de los alumnos por el bullicio causado por los altos decibeles durante los reiterados espectáculos y los días previos (pruebas de sonido) que no les permitía descansar en sus hogares ni estudiar en las aulas a los universitarios’.
Este moderno estadio que vemos hoy estuvo abandonado durante décadas, desde 1970 hasta el nuevo milenio. Era llamado ‘un elefante blanco’ y servía para cualquier cosa menos para eventos deportivos. Inclusive con los palomillas de mi barrio lo utilizamos en mi niñez para jugar, porque era vecino de la universidad, al vivir en la Unidad Vecinal Mirones.
Mi tía Nena, de dieciocho años, había comprado entradas para el concierto de Carlos Santana en 1971, que costaban cien soles de la época, y me llevó en bicicleta para ver cómo arreglaban el estadio para el gran espectáculo de un músico que había triunfado en el festival de Woodstock. Cuando llegamos vimos una batalla campal en la cancha, los ‘hippies’ que trabajaban instalando los baños portátiles se enfrentaron en una tremenda trifulca con los estudiantes radicales izquierdistas quienes, dizque, no querían una ‘penetración imperialista’. Al final, el concierto no se realizó porque el presidente militar Juan Velasco Alvarado expulsó al músico y su banda.
Ya como estudiante en la Decana, fui fiel cumplidor de aquel dicho que rezaba: ‘no es sanmarquino quien no ha cumplido cuatro requisitos: haber participado en una movilización, haber subido al ‘burro’ (ómnibus), haber comido en la ‘muerte lenta’ (comedor) y haber tenido un encuentro amoroso en las vacías y frías gradas del estadio’. Porque en el día, los alumnos estudiaban en la quietud de la mole abandonada. Yo allí me aislaba del mundo para leer novelas como ‘Cien años de soledad’ de Gabriel García Márquez, ‘La guerra del fin del mundo’ de Mario Vargas Llosa o los cuentos completos de Jorge Luis Borges.
Pero estar en la intimidad con tu enamorada de noche en el coloso tenía sus riesgos. Un delincuente siniestro asaltaba a las parejas con un gran cuchillo. A mi pata Willy y a su chica los asaltó: ‘Nos robó todo, pero fue buena gente porque nos dejó el carnet y un sol para nuestro medio pasaje’. Serían las víctimas número quinientos, porque ese ‘man’ ‘trabajaba’ todos los días. Pero un lunes en la mañana, ¡encontraron su cadáver en las gradas del estadio! Seguramente intentó robar a alguien, que resultó un policía. Aunque otros sindicaron a los senderistas como los autores del ‘ajusticiamiento’. Y refiriéndome a Sendero Luminoso, este columnista, a finales de los ochenta, había publicado un artículo en ‘Caretas’ sobre la formación de un grupo sanmarquino para enfrentar a los ‘terrucos’ que agredían estudiantes.
Fue a través de mi pata Alfredo, a quien le dijeron: ‘Dile a tu amigo que se cuide de los apagones’. Iba a la Ciudad Universitaria siempre acompañado por mis amigos de ‘La Pesada’ como ‘guardaespaldas’. Pero una noche a las siete se produjo un apagón total, estaba solo y se escuchaban los cantos de los radicales: ‘Salvo el poder, todo es ilusión. Conquistar los cielos con la fuerza del fusil’. En eso sentí que me agarraban el brazo. Era Amparito, de Sociología, con quien mantenía una relación de ‘amigos con derechos’.
Ella tenía un hermano ‘sacolargo’ que residía en la vivienda y perdió una mano por poner una bomba en una torre. ‘¡Te dije que no vinieras! Los ‘sacos’ te van a agarrar en la puerta de Venezuela y Universitaria’, me dijo. ‘¡Vamos al estadio!’, me suplicó. ‘Oye, no estamos para una noche romántica’. ‘¡No, sonso, es la única ruta de escape!’. Me tomó la mano y volamos al oscuro coloso. Veíamos a las parejas en las gradas, amándose sin problemas. Bajamos a la cancha y allí, en el pasto oscuro, la cosa estaba más candente para los amantes. ‘¡No sean sapos!’, nos gritaron, sin saber que era una huida desesperada. Nos metimos al túnel destinado a la salida de la ambulancia. Olía a orines, a deposiciones que nos asfixiaban, pero salimos a la zona de la vivienda universitaria y llegamos a la avenida Colonial. Sospechosamente había luz en toda Lima. Nos besamos apasionadamente con Amparito, pues sabía que ya no regresaría a mi ‘alma mater’ por un buen tiempo. Apago el televisor.
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