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El Búho recuerda uno de sus viajes

El Búho escribe sobre uno de sus viajes a la selva peruana.

Este , además de leer a los maestros de la literatura y engancharse con las alucinantes series de Netflix, viaja por el Perú cada vez que los complicados horarios y días de trabajo de un periodista se lo permiten. Y ahora que estamos en Jueves Santo, es una gran oportunidad. Yo lo hago por todas las vías: terrestre, fluvial y aérea. Veo programas de televisión que regalan viajes de promoción a Cancún o Punta Cana, perfecto, pero nuestro país tiene grandes atractivos turísticos por descubrir. Uno de ellos es la Laguna Azul, en el pueblo de El Sauce, a dos horas de Tarapoto. Hace poco estuve en ese lugar y puedo dar fe de que es una de las maravillas de este país. Se llega a esta comunidad luego de una travesía inolvidable: hay que recorrer la mitad del camino por asfalto, cruzar en un improvisado bote el caudaloso río Huallaga y luego terminar el trayecto por trocha. Una vez allí, uno se encuentra con un pueblo pequeño, que vive del turismo, la agricultura y el comercio, con pobladores amables y atentos que no dudan en guiar a los visitantes despistados. Sorprende la manera en que esta comunidad aprovechó sus recursos naturales para salir adelante después de que fuera ocupada años atrás por terroristas del MRTA. ‘Acá no entraba ni el Ejército. Por allá vivía Néstor Cerpa Cartolini, el líder emerretista, quien murió acribillado en la residencia japonesa. Este era el paraíso del diablo’, me dice un viejo poblador. Al borde de la Laguna Azul, el principal atractivo de este pueblo, la gama de hoteles varía desde los humildes hospedajes, donde uno duerme tranquilo y come rico, hasta los sofisticados con piscina, restaurant gourmet y spa.

‘Señor Búho, qué bueno que haya llegado hasta acá’, me dice Martha, una de las chicas encargadas de la cocina del hotel donde estoy alojado. Ha preparado un delicioso arroz chaufa regional, que lleva cecina y tocino, y que acompaña con un refrescante juguito de cocona. ‘Mañana hay cebiche de paiche’, me advierte. La laguna tiene 430 hectáreas, sus colores varían entre el verde y el azul. Parece un espejo. Sobre ella vuelan aves como el martín pescador, los sachapatos o águilas. Sus aguas mansas permiten nadar y pescar, también uno puede hacer kayak o pasearse en motos acuáticas. Si hay tiempo, se puede visitar a caballo la cascada de ‘Ojos’, un salto de agua cristalina que parece una piscina. Yo prefiero sentarme en la orilla de la laguna, con una copita de uvachado y observar cómo el sol va cayendo y cómo el monte se va pintando de naranja, como en los cuadros del ‘Gigante de la selva’, César Calvo de Araujo. Poco a poco, la fama de la Laguna Azul va creciendo. Incluso, algunos señalan que en la otra orilla, la ‘Urraca’ tiene un extenso terreno, al igual que un exfutbolista de la selección. Claro, este lugar es perfecto para desenchufarse del mundo. Sin tablets, smartphones, ni WhatsApp. Antes de irme a dormir, reflexiono sobre la filosofía del maestro Facundo Cabral, quien se consideraba un ‘aventurero’ y afirmaba que ‘tener menos es tenerse más’. ¡Cuánta razón! Hay un mito en torno a la Laguna Azul: dicen los lugareños que, cada año, una sirena se lleva a un hombre al que seduce con su voz dulce y hermoso cuerpo, y arrastra a las profundidades de sus aguas para hacerlo suyo por la eternidad. Lamentablemente, esa no fue mi suerte. Apago el televisor.

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