En Venezuela, hay una tradición en la noche de Año Nuevo que consta en recibir las doce con una maleta en una mano y unos cuantos billetes en la otra, y salir a la calle a caminar como si estuvieses en el aeropuerto. Esto, según los esotéricos y gente que busca cualquier excusa para el bochinche, era augurio de que el nuevo año iba a estar acompañado de prosperidad y de numerosos paseos y viajes por el mundo.
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Recuerdo esas fiestas decembrinas acompañada de mi familia, en una Venezuela súper prospera. Hasta que llegó el chavismo y nos fue arrebatando toda esa alegría que significaba la llegada de un año más.
A veces pienso, que tanto lo deseamos que solo nos enfocamos en el viaje, pero no medimos las condiciones en las cuales queríamos emprender ese viaje tan deseado. Algunos alucinaban ir a los “Yunaites” y otros a Europa; bien sea, ir a ver al ratón Mickey o tomarse una fótico con la Torre Eiffel de fondo. Lo importante era salir de viaje.
En definitiva, miles de venezolanos sin proponérselo, llegamos a materializar ese deseo, pero por razones muy distintas a las que nos motivaban por aquellos días. Y henos ahora, repartidos por el mundo.
Como en todo viaje, uno se cruza en el camino de mucha gente y mucha gente se cruza en nuestro propio recorrido. Algunos llegan con su mejor traje de corderito, y después resultan ser unos lobos. Pero también hay muchos que llegan para impulsarte, y sin egoísmo ni rivalidades o envidias mal sanas, te ayudan y te echan una mano.
Porque el objetivo es el mismo: salir hacia adelante (estés donde estés) y ayudar a los tuyos, a los que se quedan padeciendo un sistema de gobierno corrupto, totalitario e ineficiente como han demostrado ser los gobiernos comunistas y socialistas en una larga lista de fracasados ejemplos.
En Colombia, tuve un gran aprendizaje de vida porque fue mi primera parada oficial como migrante. Entendí que atrás dejaba no solo mi estilo de vida (sin lujos, pero cómodo) sino también el ejercicio de lo que había hecho por años (aunque fui afortunada luego cuando ejercí mi profesión en Caracol Radio)
Una noche, mientras trataba de vender unos shawarmas caseros en el centro de ese pueblito en el que viví tantas cosas llamado Ocaña, se me acercaron unos chicos que no pasaban los veinticinco años y me compraron uno “para probar”, de manera muy amable y con el carisma propio de los venezolanos de bien, me preguntaron si yo los preparaba, a lo que obviamente les respondí que sí.
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En pocos minutos, parecía que nos conocíamos de hace años. Ellos vendían empanaditas y café. Yo vendía shawarmas y café (o “tinto” como suelen decirle al café cargado, en Colombia). Pasamos un rato contándonos brevemente, la historia de nuestras vidas, de cómo y cuándo habíamos llegado cada uno a ese pueblito, lo que hacíamos en Venezuela y cómo cada uno le echaba ganas día a día para salir adelante. Terminamos por intercambiar números y quedar en contacto.
Y así fue. En los próximos días coincidimos en alguna de las pocas calles de Ocaña, y poco a poco de tanta frecuencia terminamos siendo ‘patas’.
Albert y Daniel, así se llamaban estos chicos que, en muchas ocasiones, compartían sus fórmulas de éxito y sin ningún problema, se hacia una competencia sana. Por ejemplo, si ellos sacaban empanadas de pollo, yo las hacía de carne. Y así salíamos a vender por diferentes partes del pueblo. Incluso, recuerdo que los viernes y sábados, luego de salir durante el día, llegaba la noche y salíamos con nuestras empanadas y nuestros termos de café en plena madrugada a esperar que los parranderos y juergueros salieran con hambre y degustaran nuestras deliciosas empanaditas, después de una noche de tragos y baile. Esas noches, cuando ya estábamos de regreso a la residencia donde vivíamos, llegaba literalmente, agotada.
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En ese plan estuvimos unos cuantos meses, llegaba el viernes en la noche y mientras unos se alistaban con sus mejores prendas para impactar en la pista de baile, o salían bien perfumaditos y coquetos a disfrutar de la noche, nosotros cocinábamos nuestras empanaditas y preparábamos nuestros termos de café para salir a golpe de 2:30 de la madrugada e ir regresando por ahí como a las 5 de la mañana. A esa hora ya no quedaba casi gente en las calles.
Con el tiempo, cada uno fue haciéndose su propio camino. Yo comencé a trabajar en la radio y a veces salía con ellos a vender los fines de semana, pero ya tenía un ingreso fijo; y a decir verdad, ya eran agotadoras las trasnochadas recorriendo todos y cada uno de los locales nocturnos. Así que no me era imperativo salir a ofrecer empanaditas. Además, ellos tenían otros planes en aquel entonces, y yo estaba ahorrando lo mínimo para emprender el viaje al Perú. Poco a poco, y sin darnos cuenta, nos fuimos enfocando cada quien en lo suyo.
A pesar de haber perdido el contacto y de no saber con certeza si están aún allá, o si se regresaron a Venezuela, siempre que recuerdo mi paso por Colombia, los recuerdo con cariño porque en el momento que aparecieron fueron de esas personas que uno quiere que lleguen a tu vida. Personas que suman y que te aportan. Que no temen echarte una mano, porque lo hacen con la intención de ayudarte y ya. Sin envidias, porque no hay nada que envidiar. Sin mezquindad, ni esa malicia de “no voy a decir o comentar esto, porque se pueden copiar”.
Esa energía positiva que emanaron esos muchachos aquella noche cuando conversábamos en la plaza principal de Ocaña, mientras se comían el shawarma que yo les había vendido, esa buena vibra fue la que sin duda permitió que los conociera y que, entre todos, saliéramos hacía adelante. ¿Me ayudan a buscarlos?
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