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El crimen de Bernardo de Monteagudo, el asesor de San Martín y Bolívar

A puertas del Bicentenario, recordamos uno de los más célebres magnicidios del Perú: el asesinato en Lima de Bernardo de Monteagudo, asesor de los libertadores José de San Martín y Simón Bolívar.

Quizás haya usted pasado muchas veces por ahí. Por esa esquina donde convergen el pasaje Quilca, la avenida Colmena y el Jirón de la Unión, frente al Teatro Colón. En ese lugar fue asesinado, el 28 de enero de 1825, uno de los personajes más polémicos y quizás poco conocidos de la historia del Perú: el argentino Bernardo de Monteagudo, quien incluso aparece en la serie (que se puede ver en ), y fuera estrecho colaborador de José de San Martín en la campaña de la Independencia y luego formara parte también del círculo del libertador venezolano Simón Bolívar. Aunque sus victimarios fueran identificados y condenados, los autores intelectuales siguen siendo aún, casi 200 años después, un misterio sin resolver.

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Bernardo de Monteagudo nació en 1789 en Tucumán, la actual Argentina. Era hijo de padre español y madre tucumana, la cual descendía de esclavos africanos, según sus enemigos políticos, que solían discriminarlo con los calificativos peyorativos de aquella época como “mulato” o “zambo”. Pese a las dificultades económicas de su familia, logró estudiar abogacía en Córdoba y luego viajó por varias partes de Sudamérica, involucrándose en el movimiento independentista. Ya como mano derecha de San Martín llegó al Perú y tras la proclama de la Independencia, el 28 de julio de 1821, se convirtió en Ministro de Guerra y Marina y posteriormente Ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores. Entre las buenas obras que se le atribuyen está la fundación de la Biblioteca de Lima. Cuando San Martín dejó el poder, Monteagudo fue destituido y desterrado a Panamá, pero luego Bolívar lo convocó y lo incorporó entre sus colaboradores.

“Zambo Monteagudo, de esta no te desquitas”

Monteagudo había recibido varias amenazas de muerte a su regreso al Perú, pues, a lo largo de su carrera, se había granjeado varios enemigos. Una tarde, recibió un mensaje anónimo que decía: “Zambo Monteagudo, de esta no te desquitas”. El exministro no hizo caso y siguió enfocado en sus labores. La noche del 28 de enero de 1825, entre las 7:30 p. m. y las 8:00 p. m., Monteagudo salió de su casa, ubicada en la calle Santo Domingo (actual segunda cuadra del Jirón Conde de Superunda), elegantemente vestido, con la corbata sujetada con un alfiler de oro con un brillante, dispuesto a visitar a su amante, Juanita Salguero. Cuando se encontraba a la altura de la Plazoleta de la Micheo, ubicada en el extremo norte de la entonces calle Belén, décima cuadra del actual Jirón de la Unión, frente al ya demolido hospital y convento de San Juan de Dios, fue sorprendido por Ramón Moreira y Candelario Espinosa, quien le hundió un puñal en el pecho. Los sicarios salieron huyendo por el llamado Callejón de Pilitricas, hoy Jirón Ocoña. Moreira tenía también una pistola que se le trabó y no pudo disparar. No fue necesario.

El cadáver de Monteagudo se quedó en el lugar boca abajo, en medio de un charco de sangre, por cerca de una hora, sin que nadie se traviese a acercarse, hasta que finalmente unos curas de un convento cercano lo levantaron.

¿Quién fue el culpable?

Con el cuchillo como pista, los investigadores pudieron llegar hasta Candelario Espinosa, gracias a un barbero al que llevó el arma homicida para afilarla y que pudo identificarlo. Él y Moreira fueron además reconocidos por varios testigos y confesaron el crimen. Pero ¿Quién estaba detrás de ellos? Espinosa tenía 19 años, había sido soldado del ejército realista y luego del triunfo patriota se había dedicado al oficio de aserrador. Moreira era esclavo y cocinero de Francisco Moreira y Matute, uno de los fundadores de la Sociedad Patriótica de Lima, junto a Monteagudo.

A pesar de las torturas, Candelario señaló que su único móvil fue el robo, lo cual tenía poco sentido, pues el consejero de los libertadores llevaba consigo un prendedor de oro y diamantes, un reloj de oro y dinero.

Bolívar, que había anunciado que el crimen sería vengado, llegó a reunirse en privado con el asesino, pero tras ese encuentro conmutó la pena de muerte a Espinosa por otra de 10 años de prisión, y la de Moreira a 6 años, siendo ambos enviados al presidio de Chagres, en Panamá.

MIRA: Historias de crímenes: el caso Marita Alpaca

Las principales hipótesis apuntan al por entonces ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores, José Sánchez Carrión, ‘El Solitario de Sayán’, quien desconfiaba de Monteagudo y lo consideraba un ‘monárquico’. El general Tomás Mosquera, expresidente de Colombia, contó algunos años después de los hechos que Espinosa le confesó a Bolívar que Sánchez Carrión le pagó 50 doblones de cuatro pesos en oro por la tarea. En venganza, Bolívar habría mandado a envenenar a Sánchez Carrión, quien falleció de una extraña enfermedad el 2 de junio de 1825, solo unos meses después.

Otras versiones apuntaban a partidarios españoles, un coronel celoso de su mujer y hasta el propio Bolívar. Incluso se habló de una venganza de un grupo de nobles homosexuales, a quienes Monteagudo obligó a desfilar por ciertas calles de Lima en la forma mas deprimente y vergonzante posible.

El teatro Colón y el edificio Giacoletti. (Video: YouTube Lima Antigua)

Lo cierto es que el asesinato quedó en vuelto bajo el velo del misterio para la posteridad. La Plazoleta de la Micheo, escenario del crimen, desaparecería también con el tiempo. El lugar se ubica hoy frente a la esquina sudoeste de la Plaza San Martín, frente al Edificio Giacoletti y al Teatro Colón, antes de ingresar hacia Quilca. Monteagudo fue enterrado muy cerca, en terrenos que hoy ocupan la propia Plaza en honor al general San Martín, el amigo con el que llegó al Perú. “No ha habido una sola persona que venga del Perú, Chile o Buenos Aires, a quien no haya interrogado sobre el asunto, pero cada uno me ha dado una diferente versión; los unos lo atribuyen a Sánchez Carrió, los otros a unos españoles. Hasta el mismo Bolívar no se ha libertado de esta inicua imputación”, escribiría el libertador en una carta. Nunca pudo saber la verdad.


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