La Seño María

El Chato y Amparito

El Chato Matta recuerda a Amparito, su amor de aquellos años maravillosos y en esta columna cuenta su historia con ella que en nada se parecen al cochino de Pancholón
El chato Matta contó otra de sus anécdotas con un 'examor'.

El Chato Matta llegó al restaurante por su papita a la huancaína de entrada y tallarines rojos con tremenda presa de pollo. Para bajar la grasita, se tomó una taza de hierbaluisa calientita. “María, recibí una llamada a mi celular y sonó una voz estridente: ‘Hasta que por fin te encuentro, tío, joder’. Esa voz la conocía: ¡¡era Amparito, un amor de mis años maravillosos que se casó con un español y vive en La Coruña!! Increíble. Era guapita, pero chaparrita, como Verónica Castro. Tenía 18 añitos y yo 22. En ese tiempo había un barcito en el jirón Washington y esa era ‘mi oficina’ con mi manchita de ‘bomberos’, y a veces la veía llegar después de clase con sus compañeritos. Me sacaba del cuadro, qué tal garganta, pensaba. Hasta que un día me paró en seco. ‘Oye, ¿sabes una cosa? Tenemos varias cosas en común. Vamos al mismo bar. A ti te dicen chato y a mi ‘petisa’. Nos merecemos un trago juntos. Te invito, la próxima me invitas tú’. Desde ese día nos hicimos inseparables. Me decía ‘Chato, el inmortal’. Por ese tiempo manejaba mis ‘fichas’ y los jueves o viernes llegaba al bar a buscar a Amparito. Pero ella tenía sus secretitos. Solo me había dicho que vivía por Los Olivos y que su papá era militar. Pero cada vez que nos citábamos en el centro para ir a un concierto o al cine ¡¡llegaba dos horas tarde!! Creo que vivía más lejos. Una vez me hizo lo mismo y yo la vi llegar desde una esquina, agazapado. ‘No le voy a pasar la voz, por tardona, para que aprenda’. Me dio pena porque estaba vestida para enamorar, con una faldita coqueta.

Cuando nos encontramos otro día no estaba molesta, estaba triste. ‘Me había comprado ropa para salir contigo’. Y se puso a llorar. Pero tenía otro defecto. No podía controlar el trago y se quedaba inconsciente total. Una vez estábamos en los barcitos infames del Estadio Nacional y se quedó dormida, privada. Llamé a una amiga que me dio unos datos vagos del condominio donde vivía en Puente Piedra. Eran las dos de la madrugada y estaba desesperado. El taxi me costó un ojo de la cara, pero di con la dirección. ¿Cómo hacía para explicarle a su papá por el estado en que la traía a su hija? Pero el tío resultó tranquilo, porque ella le había hablado de mí. La echamos en el mueble. ‘Gracias por traerla, otro se podía haber pasado de vivo. A esta hora es bravo que consigas carro para Lima. Si quieres quédate en el mueble, yo salgo a las seis y media a mi trabajo, te jalo en mi carro’. Después me hice amigo de la familia. Mi relación con ella era la de ‘amigos cariñosos’. Hasta que la dejé de ver varios meses. Una noche me llamaron sus amigas. ‘Chato, es el cumpleaños de Amparito, quiere que vayas’. Me vinieron a recoger y todo me parecía muy raro. Cuando llegué ella me recibió medio palteada y me presentó a un tío colorado. ‘Chato, te presento a Jordi, mi novio, me voy a casar con él en La Coruña’.

El ‘viejo’ era arquitecto. ¡¡Y se habían conocido por internet!! Salió su mamá y, ni bien me vio, me jaló a la cocina. Estaba también su papá. ‘Chato, ¿has visto a su novio? ¡¡Puede ser su abuelo!! Se la quiere llevar a España a mi hijita. ¿Y si es un psicópata? Chatito, enamórala de nuevo. Ustedes se llevaban bien, te alejaste y a ella le agarró el vicio de la computadora y conoció a este señor. ¡¡Haz algo!!’. Pero Amparito estaba ilusionada. Y se fue a casar a La Coruña. Sigue casada, pero no tiene hijos y me llamó para anunciar su llegada a Lima y quiere encontrarse conmigo”. Pucha, ese chatito también tiene sus historias, pero no se parece al cochino y sinvergüenza de Pancholón. Me voy, cuídense.

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