Mi amigo, el fotógrafo Gary, llegó al restaurante por un sudadito de cachema con arrocito graneado, camotito sancochado y rocotito molido. Para tomar pidió una jarrita de naranjada heladita. “María, terrible y penoso lo que pasó el domingo con una familia que había salido a tomar lonche. Un chofer borracho que iba con sus amigos embistió el auto donde iban una pareja de esposos y su hija de 14 años, y causó la muerte de los primeros y de la mascotita de la casa.
El asesino huía de la Policía, que lo había sorprendido en falta, en San Miguel. Ese miserable sujeto, que tenía más de seis veces alcohol en la sangre de lo permitido, destruyó de esa manera la felicidad de una familia y causó un trauma eterno para la menor de edad que sobrevivió al accidente.
Pienso que el chofer homicida debe ser condenado a cadena perpetua por todos los agravantes en su caso. Nada devolverá a la vida a los esposos, quienes estaban felices porque el lunes su hijita, la luz de sus ojos, iba a iniciar clases escolares.
En Lima, ya se sabe, uno tiene que manejar como si en Gaza o Cisjordania estuviéramos y alguien disparara bombas a la calle. Es decir, mirando para todos lados y desconfiando de todos los choferes. Porque esta vez fue un borracho miserable, pero bien pudo ser una combi pirata, un conductor de micro estresado y con doce horas de manejo continuo o unos ‘raqueteros’ en fuga de la Policía.
La gente se ha cansado de pedir penas más duras para los infractores de tránsito. Pero si no los mandamos a la cárcel por varios años, esto seguirá pasando. Se debe considerar a esos que se pasan la luz roja o manejan de manera temeraria como asesinos al volante. Porque el vehículo que conducen se convierte, en sus manos, en una máquina de matar. Y las unidades infractoras deben ser destruidas como disuación a otros choferes.
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