A este Búho siempre le ha llamado la atención la vida del escritor Truman Capote, quien la mayor parte de su vida lo tuvo todo. Ganó millones en regalías, derechos para película y contratos con las editoriales, pero lo que más valoraba era que los ricos, los famosos, los miembros del jet set, de la realeza, las mujeres casadas con millonarios, príncipes, hasta hijas de reinas como la princesa Margarita de Inglaterra, lo invitaran a sus castillos, a sus residencias, a sus cruceros de placer. Sin Truman, una fiesta de los ricos y famosos perdía el ‘glamour’. Por eso, debió ser traumático para él terminar sus días exiliado, no en un palacete en Long Island, en Londres, Marsella o la isla de Capri. Truman murió en la casa californiana de Joanne Carson, la exesposa de la estrella de televisión norteamericana Johnny Carson. Ella fue la única persona que lo recibió cuando el autor de ‘Desayuno en Tiffany’s’ cayó en desgracia y los ‘ricachones’ decretaron la pena de muerte social para él. ¿Cómo pudo terminar así si en noviembre de 1966 había organizado la llamada ‘fiesta del siglo’ en el hotel Plaza de Nueva York, adonde asistieron escritores como Harper Lee, Norman Mailer, el rey del pop art, Andy Warhol, figuras como Lauren Bacall, Mia Farrow, milenarios como Henry Ford, Gloria Vanderbilt, actrices y modelos de moda como Marisa Berenson, Twiggy, Candice Bergen y la realeza norteamericana encarnada en varios Kennedy y bravos como Frank Sinatra? Truman hizo la finta de que la fiesta era en honor a la gran Katharine Graham, editora del Washigton Post –hoy homenajeada en un filme de Spielberg– cuyo marido se había suicidado tres años antes. ‘Capote me dijo que lo hacía para animarme, pero le dije que no lo necesitaba. En el fondo, la fiesta era para él’. Truman no dejó nada al azar e instruyó que los hombres fueran de negro y las mujeres de blanco, por eso se denominó ‘La fiesta en blanco y negro’. Hasta el New York Times publicó la lista completa de invitados. El novelista consiguió su objetivo: seguir vigente para que su libro sobre la masacre de una familia en Kansas, ‘A sangre fría’, se siguiera publicitando.
Pero la fama mareó su pequeña humanidad en lo físico. El alcohol, y en ese tiempo la cocaína, le impedían retomar un trabajo tan espléndido como ‘A sangre fría’. Ante su bloqueo literario, que amenazaba sus finanzas, convence a su editorial de que tiene entre manos una obra maestra que será equiparable a ‘En busca del tiempo perdido’, de Marcel Proust. “Soy el único capaz de retratar a los poderosos de hoy como los burgueses de la época de Proust”. Anunció hasta el título: ‘Plegarias atendidas’. Los editores le extendieron una millonaria suma como adelanto, pero pasaron los años y Capote no les alcanzaba ningún original. Hasta que llegó el capítulo titulado ‘La Cote Basque’, en nombre de un exclusivo restaurante en Manhattan, el cual detonó la bomba atómica en la aristocracia y en el jet set de millonarios que engreían al novelista. Desnudó secretos de alcoba, chismes maledicentes, infidencias que le habían contado sus poderosas amigas millonarias. Pero la gota que derramó el vaso fue la terrible historia de la esposa de uno de los herederos de una gran fortuna americana a quien ella había disparado accidentalmente con una escopeta una noche, confundiéndolo con un ladrón. Ann Hopkins había salido absuelta porque la madre de la víctima la defendió para que sus dos nietos no se vean en la ignominia de tener una mamá asesina. P.J. Jones, el alter ego de Capote, revela que la suegra sabe que ella mató a su marido porque la iba a dejar. Él la conoció como prostituta en Nueva Orleans y ante sus infidelidades le pidió el divorcio, y la iba a dejar en la calle porque descubrió que hasta era bígama. Por eso lo mató a sangre fría. Eso lo contaba mientras la suegra y la nuera asesina cenaban en la Cote Basque junto al arzobispo católico de Nueva York. La publicación unió a todos los millonarios y poderosos en una sola consigna: nadie debe abrirle las puertas a Capote, ¡es un perro que muerde la mano a quienes le dieron de comer! Al principio, el creador de ‘Otras voces, otros ámbitos’ se rio de las amenazas: “¿Qué creían ellos, que yo estaba allí para hacer de su payaso?”. Pero luego de que pasaban los meses y ninguna de sus antiguas y valiosas amistades le contestaba el teléfono, cartas y mensajes, se ponía a llorar en el hombro de Joanne Carson para justificarse infantilmente ‘¿Por qué me han dado la espalda si eran solo algunas confidencias graciosas?’. Pero estaba equivocado. Ann Hopkins, la mujer a la que acusó de asesinar a su marido millonario, optó por el suicidio al no resistir las miradas y comentarios de su círculo social después de la revelación de Capote. Truman se mudó a la casa de Carson y solo logró culminar un libro digno ‘Música para camaleones’, una pequeña obra maestra, para luego vivir entre letales pócimas de alcohol mezclado con barbitúricos. En una de estas ingestas, llamó a su anfitriona y habló como un loro por varias horas. Luego, se puso mal pero no quiso que lo llevara a un hospital. “Murió frente a mí”, reveló Joanne. Apago el televisor.
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