Este Búho, en estos tiempos de tempestades políticas y crisis por la pandemia, hace una pausa para un cafecito caliente y un buen libro. En este país de poetas, no puedo dejar de recordar a nuestro vate más universal, el gran César Vallejo, un hombre a quien se le creó injustamente un aura deprimente y melancólica, pero que realmente tenía la picardía peruana: bromista, enamorador, bohemio, a pesar de que vivió las peores calamidades dentro y fuera del Perú. Recuerdo con claridad aquella travesía que hice a Santiago de Chuco (La Libertad), su pueblo natal. Fue en marzo de 2017 y junto al fotógrafo Kelvin García emprendimos la hermosa aventura de visitar la casa del poeta que ocupa un lugar en el olimpo de los más grandes.
Después de 3 horas de viaje desde Trujillo, por una autopista serpenteante, custodiada por árboles de eucaliptos e inundada por una neblina espesa, Santiago de Chuco se nos presentó como una comunidad andina típica: casas de adobe y quincha, techos de tejas y calles angostas. Sin embargo, en la entrada, una escultura da cuenta de la magnitud de su importancia, la de César Vallejo, bajo un arco donde se lee: ‘Capital de la Poesía’. A medida que fuimos recorriendo el pueblo, nos dimos cuenta que las calles llevan nombres como ‘Paco Yunque’, ‘Los Heraldos Negros’, ‘Poemas Humanos’, ‘Tungsteno’ o ‘Trilce’. Incluso, en el corazón del cementerio comunal, existe una réplica exacta de la tumba de Vallejo, originalmente ubicada en Montparnasse, Francia.
Pero sin duda, el plato de fondo fue la visita que hicimos a la casa del poeta, que se ha convertido en un museo. Allí vivió hasta los 12 años. Tal vez la etapa más feliz de su vida. La casa fue construida con adobe y el techo aún conserva algunas tejas de la época. El pozo de agua y la cocina se mantienen intactas, también el poyo (la banca), al que se refiere en su poema ‘A mi hermano Miguel’: “Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,/ donde nos haces una falta sin fondo./ Me acuerdo que jugábamos esta hora,/ y que mamá nos acariciaba: ‘Pero hijos…’/ Ahora yo me escondo,/ como antes, /todas estas oraciones vespertinas, y espero que tú no des conmigo/ Por la sala, el zaguán, los corredores./ Después, te ocultas tú, y yo no doy contigo”.
En el jardín de la casa crecía un hermoso árbol de capulí, verde y frondoso, a punto de florecer. Fue sembrado la fecha en que la familia leyó por primera vez ‘Idilio Muerto’: “Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí”. Según sus biógrafos, César Vallejo escribió ese poema inspirado en una de sus sobrinas, de quien estaba profundamente enamorado. Ya no quedaba nadie en la casa de César Vallejo. La última pariente que la habitó fue su sobrina Otilia Vallejo Gamboa, hija de Víctor Clemente, quien habría sido la famosa ‘Rita’, sí, de ‘Idilio Muerto’. Ella falleció en 1985. Posteriormente, la casa fue alquilada, hasta la fecha de su restauración y conversión a museo. Según los encargados, muchos textos de Vallejo, escritos a mano, se perdieron. Incluso, algunos fueron cambiados por botellas de cerveza. Decía que al santiaguino se le creó una exagerada imagen de hombre fatalista, porque quienes lo conocieron, como su manchita del ‘Grupo Norte’, coincidían en que el flaco y orejón Vallejo era un tipo conversador, atento y galante con las chicas. Nada tímido, sino juguetón y sarcástico. En 1923, después de vender sus pertenencias, pedir préstamos y cobrar deudas pendientes, viajó a París, donde inició una nueva vida.
Es cierto, los primeros años pasó grandes dificultades, pues no hablaba el idioma, no tenía trabajo fijo y apenas cobraba por los artículos que enviaba a un diario peruano. Durmió en parques, pasando frío y hambre. Pero su vida, aunque austera, también tuvo buenas épocas. Colaboró con diversos medios latinoamericanos. Relató el escritor Juan Domingo Córdova en su libro ‘César Vallejo del Perú profundo y sacrificado’, que el poeta, junto a su esposa Georgette, se alojaban en hoteles de dos o tres estrellas, solían visitar teatros, conciertos, conferencias y museos de manera constante. Nunca faltó el vino.
Tuvo una vida nocturna muy activa y cuando se encendía, arrastraba a sus amigos de bar en bar hasta las primeras luces del día. Gustaba bailar en los locales nocturnos como el ‘Gypsy’ o en ‘Les Noctambules’ de París. El último día de nuestra estancia, bajo una lluvia torrencial y frente al enorme monumento en honor al poeta, junto al fotógrafo brindamos de alegría, pues a pesar de los años, la memoria y el legado de Vallejo permanecían intactos en Santiago de Chuco. Los niños sabían sus poemas de memoria y más de uno –inspirados en su paisano- se atrevió a lanzarse al agitado mar de la creación literaria. Apago el televisor.