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Oswaldo Reynoso, el escritor rebelde

El Búho dedica esta columna al maestro Oswaldo Reynoso con motivo del próximo estreno de ‘Los Inocentes’ en el teatro.

Este Búho se entusiasma con el próximo estreno de la obra teatral ‘Los inocentes’, basada en el disruptivo y polémico libro del escritor arequipeño También hay una película en camino. Poner en escena una publicación que en los años 60 alborotó a la conservadora sociedad limeña ayuda a ver con otros ojos su importancia y trascendencia.

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Todo esto no hace más que revalorizar el legado del maestro Reynoso, un narrador y poeta que, sobre todo, vivió obsesionado con la perfección de la palabra. Fue un autor cercano a los jóvenes, a los que abría las puertas de su casa para aconsejarlos y guiarlos en el ingrato mundo de la literatura.

Presentaba libros o escribía prólogos, o los recomendaba en cada entrevista que concedía. Siempre pisó la calle, de donde bebió para sus más grandes creaciones. Por ejemplo, era habitual verlo en el jirón Quilca, en el Centro de Lima. A veces se instalaba en el bar Queirolo o en el desaparecido bar Don Lucho.

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Uno lo reconocía fácil: Era alto, corpulento y de cabello blanco. El maestro retrató sin pudor a la sociedad limeña de los años 50 en sus célebres libros: ‘Los inocentes’ (1961) y ‘En octubre no hay milagros’ (1965), y otros más de igual o mejor calidad.

En sus obras volcó su mirada de aquella Lima sórdida y lumpen. Convirtió el lenguaje ramplón en lenguaje literario. En esa época en que decir ‘gila’, ‘manyar’, ‘desahuevar’, ‘tombo’, ‘tono’ o hablar de la homosexualidad era satanizado por la sociedad y los intelectuales, el arequipeño causó un revuelo de magnitudes insospechadas con sus publicaciones.

‘LOS INOCENTES’ DE REYNOSO

En sus tardes de cervezas, Reynoso solía contar que cuando presentó ‘Los inocentes’, su más aclamado libro de cuentos, donde nacen los entrañables personajes ‘Cara de Ángel’, ‘Príncipe’, ‘Carambola’, ‘Colorete’ y ‘Rosquita’, se acercó con timidez hacia el poeta Martín Adán, quien estaba en un rincón del bar Palermo, y le entregó un ejemplar.

Tiempo después y muy preocupado, Adán le dijo: ‘Un escritor como usted va a sufrir mucho en el Perú’. Y no se equivocó. Reynoso fue casi criminalizado, apedreado. Sus libros eran prohibidos. Los muchachos tenían que leerlos a escondidas y comprarlos era casi vandalismo. Los críticos literarios eran salvajemente despiadados con él.

Oswaldo Reynoso decía, con mucho orgullo, que no pertenecía a la argolla literaria peruana, esa que da palmaditas en la espalda y se reseñan entre ellos. Llegaron a tildar su creación como ‘páginas hediondas’ y que debían ‘arrojarse a la basura’. Aun así, se convirtió en un escritor de culto. Leerlo en aquellos años de calzones con bobos era un acto de rebeldía, una protesta contra el establishment. Y él disfrutaba, porque también era un rebelde, un inconforme.

Su presencia en esa calle oscura y humeante que era Quilca, atiborrada de borrachos y vagabundos, de periodistas, de músicos, de estudiantes, de delincuentes y de perros hambrientos, generaba un aura de solemnidad divina: ‘Ahí va el maestro’, decían los muchachos. Y él, humilde, respondía los saludos, sea quien sea.

Parecía una oveja más del rebaño. Hizo de ese mundo sombrío la materia prima de su creación literaria. Uno podía encontrar a los personajes de sus libros en esa calle o en cualquier otra donde imperara la marginalidad.

“Amo a mi país y el rostro de mi país es el rostro de la gente pobre, y yo escribo para ellos”, dijo alguna vez. La noche de su muerte, hace seis años, recuerdo con claridad, fueron esos muchachos y personajes callejeros los que llenaron La Casa de la Literatura, lugar donde fue velado, para despedirse de él.

Nadie lloró –o al menos nadie lo hizo en público-, pues Oswaldo Reynoso había hecho un pedido expreso: “Que sea una gran borrachera”. La obra se estrena el jueves 15 en el teatro de la Universidad de Lima y contará con la participación del gran Ramón García. Es una buena oportunidad para que nuevas generaciones conozcan el legado del maestro Reynoso, quien escribió: “No tengo nada que ver con la ‘cultura’ del espectáculo, del éxito, de la banalidad. Toda mi creación narrativa, anarquía estética y orgía de sensaciones, siempre ha estado dirigida a los pobres de mi patria y a los chibolos que lloran encerrados en su dormitorio”. Apago el televisor.

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