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José María Arguedas era alegre y generoso

En esta columna, el Búho comparte con sus seguidores las facetas poco conocidas de uno de los mayores nombres de la literatura nacional, José María Arguedas.

Este Búho, en medio de las celebraciones por el año del , quiere escribir sobre un personaje entrañable de la cultura nacional, quien en sus escritos desnudó un amor por el Perú y sus gentes, al que consideró acertadamente como ‘un país de todas las sangres’, y ese fue el gran (Andahuaylas 1911-Lima 1969).

Nuestro escritor comprobó que vivimos en un país profundamente dividido que, lamentablemente, hasta hoy no resuelve sus diferencias. José María fue incomprendido hasta por las élites. Perdió a su madre cuando solo tenía tres años y ese lamentable suceso marcaría su existencia para siempre.

Su vida en una hacienda en Andahuaylas le hizo adquirir la visión indígena del mundo, que lo marcó a fuego y sirvió para que escribiera novelas como ‘Agua’ (1935), ‘Yawar Fiesta’ (1941), ‘Los ríos profundos’ (1958), ‘El sexto’ (1961), ‘Todas las sangres’ (1964) y su novela póstuma ‘El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971).

Esta última ambientada en Chimbote durante el ‘boom’ de la pesca y la harina de pescado, el sindicalismo, las mafias, la compulsiva migración andina. Inclusive, como cuenta en sus diarios íntimos, se enamora de una ‘samba prostituta’ que, según él, ‘lo sacó por un tiempo de una neurosis que lo atormentaba’.

Fue a mediados de 1968 cuando se le ocurrió intercalar entre los capítulos de ficción de su novela, su diario personal. Un ‘primer diario’ apareció en la revista ‘Amaru’ y fue lo que desató su polémica con el escritor argentino , a raíz de las críticas que este le hiciera a la literatura ‘regionalista’ como la llamaba despectivamente.

Arguedas pensó que el autor de ‘Rayuela’ se refería a él. En ese primer diario relata cómo fue su fallido intento de suicidio, cuando quiso colgarse de un árbol en Obrajillo, Canta. Hablaba de su admiración por Onetti, García Márquez y sobre todo Juan Rulfo, el autor del inmortal ‘Pedro Páramo’. Luego de que se quitó la vida, por la perenne depresión que acarreaba, Cortázar pediría disculpas públicas al no haber comprendido el pensamiento de José María.

El diplomático y deportista en su juventud, Ricardo Tenaud, escribió en la revista de la Universidad Católica un sentido retrato de la personalidad de Arguedas, al que conoció cuando el andahuaylino tenía 28 años. “Conocí al novelista y antropólogo en mi juventud, gracias a los poetas César Moro y Emilio Westphalen, quienes me llevaron a un lugar de reunión de artistas y escritores: la peña ‘Pancho Fierro’ de Alicia Bustamante.

Alicia y su hermana Celia acogieron amigablemente a este servidor en aquellos años 1937 y 1938. Una tarde, al entrar a la peña, me di con un personaje maravilloso: una expresión franca y abierta, muy amistoso, el pelo corto y el dedo mocho. Era el esposo de Celia. Yo no sabía, entonces, que era escritor. Simpatizamos inmediatamente: se llamaba José María Arguedas.

Tenía una calidad humana extraordinaria. Era un ser luminoso, abierto, cordialísimo: abría grandes ojos maravillados ante cualquier cosa bella o buena, sea una persona, un animal o un acontecimiento. Me acogió con la hermandad y la generosidad que eran típicas de él. Poseía una admirable capacidad de entusiasmo. Por ejemplo, con los danzantes de tijeras.

No había asomo de pedantería o de soberbia intelectual: era el hombre más sencillo y más llano. Como si en vez de gran escritor, hubiera seguido siendo empleado de correos. Sin embargo, le preocupaba el buen hablar. Cuando estaba de buen humor, y en ese tiempo era lo más frecuente, cantaba a voz en cuello huaynitos en quechua.

Tenía un gran sentido de lo cómico y contaba anécdotas con entonación y ademanes ilustrativos. Ponía la cara e imitaba el tono de voz de su profesor de matemáticas que lo increpaba. O remedaba a su padre cuando reprendía al niño Arguedas.

Su risa era sencilla, sincera como la de un niño, contagiosa; un día nos hizo reír a todos cuando imitó a un sacerdote que ostentaba una muy respetable panza. Pronto dejé de verlo, primero porque Arguedas estuvo un año en Sicuani y, en una pequeña aldea española, se dedicaba a investigaciones antropológicas.

Unos años más tarde -cuando estaba viviendo en el jirón Chota con su esposa Celia-, José María había perdido su buen humor. A menudo se quejaba del malestar que le causaba ‘la bola’ que le subía y le bajaba el esternón”. Tres años más tarde se disparó en la cabeza, en su oficina de la Universidad Agraria. Moriría días después. Apago el televisor.

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