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'Ese señor que era mi papá’

Esta vez el Búho reflexiona sobre la difícil relación entre el gran Mario Vargas Llosa y su padre Ernesto Vargas.

Este Búho recordaba el último jueves en esta columna el décimo aniversario del día en que la Academia Sueca anunció a como ganador del Premio Nobel de Literatura. ¿Pensó en ese momento en su madre Dora Llosa Ureta o en su padre Ernesto Vargas? Porque ellos, cuando Mario tenía diez años, según confesó en su libro de memorias ‘El pez en el agua’, truncaron su hasta ese momento feliz existencia.

A partir de ahí, hasta su adolescencia, sufriría, según relató, ‘una dictadura familiar’ brutal, psicológica y física de parte de un padre desalmado y resentido con la acomodada familia Llosa. Cobardemente aplicaba su insania revanchista con su esposa, pero sobre todo con Mario, porque escribía poemas, leía libros y era apegado a sus abuelos.

Hizo hasta lo imposible para destruir esa incipiente vocación de escritor. ‘He pensado que si mi padre no hubiera tenido tanto disgusto ante la idea de que yo me dedicara a escribir, yo no hubiera tenido el carácter para perseverar en esa vocación. Vivir de ser escritor era inconcebible en el Perú de los años cincuenta. Por eso mi sueño era salir, escapar, irme a París’, confesó.

Cuando recibió el Nobel, en su discurso agradeció a los curas del colegio de Cochabamba donde aprendió a leer a los cinco años, al Perú, pero sobre todo a su esposa Patricia Llosa, ‘la prima’. Ni una mención a sus padres.

El escritor hispano-peruano Mario Vargas Llosa asiste a un homenaje por los diez años de la concesión de su Premio Nobel de Literatura, este jueves en el Instituto Cervantes en Madrid. (Foto: EFE / Javier Lopez).

La omisión al papá era justa, pero ¿y a la madre? Tal vez nunca le perdonó que fuera ella la que le abrió las puertas del infierno a los diez años, cuando lo sacó a escondidas de la casa de Piura -el abuelo era prefecto- y le presentó a ‘ese señor que era mi padre’ y con él huirían a Lima sin avisar al abuelo, quien había mantenido a Dorita durante los diez años que su esposo, un radioperador de la primigenia línea de aviación Panagra, la abandonó en Arequipa embarazada.

Un día se despidió diciéndole que se iba a La Paz por trabajo y no regresó. En 1936, en una sociedad pacata y prejuiciosa como la aristocracia arequipeña, a la que pertenecían los Llosa, su condición de ‘mujer abandonada’ o ‘madre soltera’ hizo vivir un calvario a Dorita, que no salía a la calle ‘de vergüenza’.

El esposo no respondió telegramas, cartas, ni llamadas. Ni siquiera cuando nació el bebé al que bautizaron como Mario. Este se convirtió en el engreído de la famila Llosa, que viajaba a todos los lugares donde el abuelo recalaba, como Cochabamba, en Bolivia.

Luego arribaron a Piura, donde el patriarca Llosa asumiría la prefectura por encargo de su primo, el presidente José Luis Bustamante y Rivero. En esta ciudad, su madre lo sacó de su niñez brutalmente al decirle a boca de jarro: ‘¿Tú ya sabes, no?’. Marito le respondió: ‘¿Qué cosa?’. ‘Que tu papá no está muerto’. ‘Sí, por supuesto’, respondió. Los Llosa le habían dicho que su padre era un oficial de la Marina muerto en acción.

‘Un héroe’, le repetía piadosamente. Ahora el héroe había resucitado y se confabulaba con su madre para engañarlo. ‘Vamos a tomar helados’, le dijeron, pero el auto se fue por la desértica Panamericana Norte hasta Lima. Ya como escritor consagrado, se vengaría del hombre que cada vez que le encontraba un poema le decía ‘mariquita’, y para ‘corregirlo’ lo internó en el colegio militar.

En ‘Conversación en la Catedral’ (1969), el padre de su alter ego ‘Zavalita’, miraflorino, sanmarquino, militante de una célula comunista como Mario, es homosexual. Pero Ernesto Vargas le hizo la guerra cuando publicó ‘La tía Julia y el escribidor’ (1977).

Ahí, con nombre propio, lo presenta como un psicópata que amenazó con revólver a su hijo y a Julia Urquidi si se atrevían a casarse. ‘Me acusó de resentido y me amenazó con escribir una carta que entregaría a la familia y a la opinión pública. Murió en 1979. En los últimos años hizo varios intentos por acercarse, pero nunca pude mentir sobre un cariño que no sentía’, reflexionó.

Dorita Llosa de Vargas murió en setiembre de 1992 de un derrame cerebral a los 78 años. Estuvo rodeada de su familia.

Su famoso y único hijo, autoexiliado desde 1990 en España y en guerra con la dictadura de Fujimori por el ‘golpe del 5 de abril’, desafiando una posible detención de los esbirros de Montesinos, llegó a Lima para darle el último adiós en su lecho agonizante.

Tal vez le agradeció, de adulto, lo que nunca comprendió de niño, que por su incomprensible y dañina pasión por Ernesto Vargas forjó en su hijo ese indómito e inquebrantable deseo de escapar y lograr ser una estrella del maravilloso mundo de la literatura. Apago el televisor.


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