Este Búho estuvo el pasado fin de semana en Lunahuaná. A las seis de la mañana salí de Miraflores con mis hijos como pingüinos, porque estaba nublado y lloviznaba, pero a solo dos horitas estaba ante un valle espectacular, con un río cristalino y un sol esplendoroso. Cada vez que voy me sorprende más. Se llega a San Vicente de Cañete y se enrumba al este en una excelente carretera por 45 minutos.
El pueblo está más moderno. Hoteles a orillas del río Cañete con piscinas, más agencias para practicar el canotaje a toda escala, para principiantes y avanzados adrenalínicos, bicicross. Las cuatrimotos son la delicia de grandes y chicos, y te permiten recorrer más de tres kilómetros del circuito en cuarenta minutos.
Ni qué decir del frikeante ‘canoping’ que te hace cruzar ‘volando’ 800 metros el río. Realizamos paseos a caballo en ‘El Bosque’. Cruzamos el viejo puente colgante de Catapalla que parece que se va a caer. Visitamos las bodegas de vino, piscos y los huertos de frutas.
Debo ingresar al túnel del tiempo: finales de la década de los 70. Este Búho quinceañero se aprestaba a salir de viaje de promoción de su colegio emblemático ‘Hipólito Unanue’ de la Unidad Vecinal Mirones. Carlos ‘Cachín’ Alcántara cuenta que su ‘promo’ se fue a acampar a Naplo.
Nosotros, un año antes, tuvimos la suerte de viajar más lejos, a ¡Paracas!, pero inexplicablemente, los profesores anunciaron que íbamos a hacer una parada de dos días en un pueblo que ningún alumno conocía de su existencia: Lunahuaná. ‘Queda por Cañete’, fue lo único que nos dijeron.
Cuando llegamos al pueblecito, desde una carretera semiasfaltada y polvorosa, no como la moderna autopista de ahora, vimos un pueblo donde el tiempo se había detenido. Alucinen qué importante e inusual era la llegada de forasteros, que nos recibió un desfile del único colegio nacional mixto con su banda. No habían carros por sus callecitas, solo burros y caballitos. Pero lo que más nos alucinó fue el río limpiecito.
De frente nos fuimos a bañar. No había hoteles, por eso llevamos carpas para acampar en la cancha de fútbol del colegio. Ese día ganamos en un arduo partido a la selección del centro escolar anfitrión, con un gol en los descuentos del terrible Alberto ‘Chato’ Ramírez, hoy un reputado psicólogo.
Sin que los profesores lo supieran, nuestro capitán, Lucho Rivadeneyra, había apostado con su homólogo de Lunahuaná que el que perdía pagaba ¡seis damajuanas de cachina! Hasta ese momento, nadie del salón había probado tal brebaje. Es más, la mayoría ni siquiera se había metido una borrachera.
A lo mucho, unos vasos con guinda para despedirnos del ‘cole’. Las noches eran aburridazas, no como ahora que hay discotecas y bares por doquier. Creo que la luz la ponía un grupo electrógeno hasta la una de la madrugada. Los profesores se perfumaron bien, porque tenían una fiesta con sus colegas del lugar.
‘Pórtense bonito, muchachos’, nos advirtió el profe de historia, ‘Fanfarrón’. Ni bien se fueron nos juntamos y abrimos esas misteriosas damajuanas que le habíamos ganado a los lugareños. ‘¡Qué rico!’, gritaba el gigantón del salón, Mario Campos, actual contador de una gran firma.
‘¡Dame otro vaso, otro!’, imploraba Pariona, el chancón del salón, gran médico fallecido trágicamente el año pasado. Solo el ‘Chino’ Villanueva, quien sabía más que nosotros de lo que trae la noche, advirtió: ‘¡Cuidado, esto no es Coca Cola. La cachina es trepadora!’. Pero alguien, creo que el ‘Loco’ Messía, le dijo: ‘No seas cobarde, Chino. Chupa nomás, que el mundo se va a acabar’.
Y en verdad se acabó, porque poco a poco la gente se comenzó a loquear. Jesús Messía fue a lanzarse suicidamente por la soga que te llevaba a la otra orilla del río y quedó atascado en medio pidiendo auxilio. Pero en eso llegaron las chicas de quinto del colegio nacional, bien vestiditas, regalándose como canchita en cebichería para llevarnos a conocer ‘La casa encantada’ a dos kilómetros río arriba, pero al vernos ‘pasadazos de vueltas’ se fueron corriendo asustadas.
Mientras huían, nos dijeron: ‘Ustedes, los de la A. no son como los de la C, que son caballeritos’. Y tenían razón. En mi salón había harto palomilla, pero ahora uno los ve en los reencuentros de promoción y todos son grandes profesionales, hombres de bien. Y algunos hasta han perdido la memoria de las locuras que hicieron en ese viaje a Lunahuaná por culpa de esa endiablada ‘cachina’. Apago el televisor.
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