Este Búho recuerda la frase que le regaló un curtido colega, fogueado en los tiempos más duros y convulsos del periodismo peruano: los años 90. “No soy nostálgico del pasado, soy nostálgico del futuro”, dijo mientras degustábamos una deliciosa pizza, para enseguida achinar sus ojos enmarcados en unos lentes negros Ray Ban. ¿A qué se refería? Se me viene a la mente aquella maravillosa frase mientras manejo rumbo al pueblito de Obrajillo, en Canta. Hemos dejado atrás Los Olivos, Comas, Carabayllo. Paisajes polvorientos, caóticos, grises de cemento, para entrar a uno de cielo despejado, flanqueado por arbustos que asoman poco a poco, con timidez, mientras el sol despunta.
El camino se abre entre vacas que cruzan la autopista y casitas de adobe salpicadas cada tanto. Mulas que cargan leña por un lado y, por el otro, perros furiosos que ladran a los autos. Es Lima, pero no. La ciudad y su furia quedan atrás. Ingresando a Canta el vértigo se detiene. El ritmo de la gente es más lento, sin ese apuro desesperante de la urbe. Al visitante lo recibe un mercadillo, en donde se comercializan artesanías, cereales, quesos, carne, ropa, calzados y electrodomésticos. Atraviesan rebaños de carneritos y hombres a caballo. Desde sus puertas las mamitas observan a los visitantes.
Voy con mis hijos, quienes divisan maravillados por la ventana. Son citadinos extrañados por lo que ven: un cielo azul intenso y nubes como copos de nieve. Árboles de eucaliptos que parecen tocar el infinito y esparcen su aroma por todo el lugar. Desayunamos en un puestito frente a la plaza. Leche fresca de vaca y pancito serrano con mantequilla y mermelada artesanal. El pueblo parece detenido en el tiempo.
Aquí vuelvo con frecuencia, pues es ideal para escaparse un fin de semana o un feriado cortito. Después del desayuno vamos hacia Obrajillo, la comunidad vecina. La ruta es corta, de 10 minutos. Un riachuelo, plantaciones de maíz, papa y hortalizas. Cactus de San Pedro que crecen como Enderman de Minecraft, dice mi hijo más pequeño, refiriéndose al personaje de un videojuego de moda. Ya en Obrajillo escogemos un espacio para acampar, un claro al borde del río Chillón, que nace justo unos kilómetros más arriba. Nos abastecemos con leña. Lanzamos unas piedras al arroyo. Pateamos una pelota.
Los niños corren con la levedad de su inocencia, con la despreocupación propia de su pureza. Para el almuerzo los lugareños ofrecen una gran variedad de preparaciones con la reina de la casa: la trucha, que puede ser frita, con arrocito graneado y sarsa criolla. También platillos a base de cuy y caldos con gallina de chacra. Y la infaltable chicha de jora heladita. Al caer la tarde el viento se enfría y congela las manos. Entonces prendemos la fogata para calentarnos. Años atrás, a esta hora y en este mismo lugar, estaba destapando una botella de vino con los amigos, escuchando al gran Charly García.
Hoy no, hoy me rodean mis hijos y soy, más bien, como un soldado en su cuartel de invierno y sus cicatrices de mil batallas. Alrededor del fuego, junto a mis ‘cachorros’, pienso si esa ‘nostalgia del futuro’ que mencionaba el viejo colega no es ese optimismo por lo que está adelante, esa ilusión de los años venideros. El pesimismo no está bien, a pesar de la crisis constante en la que vivimos. Como periodista conozco y veo en primera fila la criminalidad, la corrupción y el desgobierno, pero imagino un país con oportunidades para estos y todos los niños. Un país en donde la vida no cueste un celular.
Darme estas escapadas me ayuda a respirar, a sacudirme de los temas pantanosos del día a día. Luego de historias y canciones alrededor de la fogata que se extingue, el manto oscuro de la noche nos va cubriendo. Es cuando empiezan a alumbrar las estrellas sobre nosotros. Nos quedamos un momento a observar, a contarlas y a imaginar figuras. A veces no es necesario pensar tanto en el futuro, sino disfrutar el presente. Y eso es lo que hago ahora. Apago el televisor.
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