Este Búho abre sus ojazos mientras el tren avanza. Por mi ventana observo el imponente río Vilcanota. Después de una ligera lluvia, el sol resplandece. El paisaje va mutando de montañas escarpadas con ichu y eucaliptos a vegetación espesa y tupida, llenas de frutales y helechos. Es diciembre y me dirijo hacia Aguas Calientes, el pueblito cusqueño a donde se llega antes de subir a Machu Picchu.
He vuelto, como tantas veces, a esta tierra llena de historia. Y cada viaje nuevo es un descubrimiento sorprendente. Antes, con la agilidad a tope, jovencito y despreocupado, me divertía en los locales nocturnos del pueblo. Me empataba con bellas alemanas o inglesas y bebíamos pisco sour y chilcanos hasta el amanecer. Nos prometíamos una vida en Europa o en una cabañita en los Andes. Y yo les cantaba ese tema del finadito Leo Dan: “Pídeme la luna y te la bajaré/ Pídeme una estrella y hasta allá me iré/ Más nunca me digas ‘no te quiero más’/ Porque esas palabras me hacen mucho mal”.
Hoy, con los años encima y con la resaca de todo lo vivido, viajo con más paciencia y calma, con la preocupación de entender y analizar lo que más pueda. Aguas Calientes es un lugar cosmopolita, que recibe a ciudadanos de todo el mundo y de todos los estratos sociales. Aquí se hablan todos los idiomas. Por eso, las ofertas en cuanto a hoteles, restaurantes y pubs van desde los económicos —para esos mochileros y hippies que llegan sin más patrimonio que su equipaje—, hasta los más top y lujosos, con hoteles cinco estrellas y restaurantes cinco tenedores con platos novoandinos y con espectáculos en vivo, que reciben a grandes estrellas de la música, el cine o empresarios millonarios. Sea cual sea la clase de servicio que el visitante escoja, los lugareños siempre son amables, atentos, solidarios, no escatiman en simpatía. Y es lo que hace de este pueblo un lugar cálido, seguro y mágico.
Al día siguiente, con una lluvia a cántaros a las 6 de la mañana me doy una vuelta por el mercadito. Un matecito de coca y un delicioso pan chapla con queso fresco es mi desayuno. Mientras espero el bus que me llevará hasta la ciudadela inca y rodeado de cafeterías, restaurantes, tiendas de artesanías y ropas, pienso en la importancia económica de este santuario para estas comunidades y, en realidad, para todo el departamento de Cusco e incluso para el mismo país. La subida a Machu Picchu es de media hora aproximadamente. Cientos y cientos de turistas suben a cada momento.
Para conservar la ciudadela se ha reducido la afluencia de visitantes y se establecieron distintas rutas. Por eso es importante comprar los tickets con anticipación. El circuito dos es el mejor y desde donde uno puede tomarse la clásica foto del recuerdo. Antes, claro, el recorrido era deliberado. Los turistas podíamos pasear al gusto y a nuestras anchas. Hoy, por conservar los restos arqueológicos, se ha establecido un orden. Frente a estas ruinas, ya con un calorcito abrigador, propios y extraños quedan anonadados. A más de tres mil metros sobre el nivel del mar se erige una ciudad de piedra. Aquí se levantaron muros de piedra perfectamente acomodados uno sobre otro. Aún no hay una respuesta clara de cómo se pudo haber hecho esta construcción ni cuánto tiempo pudo haber demorado. Algunas teorías idiotas, y que se deben rechazar de plano, señalan a los extraterrestres, desmereciendo la capacidad e inteligencia de nuestros ancestros. A este lugar nunca llegaron los españoles, razón por la cual se conserva. Machu Picchu es la demostración tangible de la grandeza de los incas, quienes conquistaron y gobernaron gran parte de Sudamérica. Desarrollaron sistemas agrícolas novedosos que aún se siguen estudiando. Estudiaron los cielos para predecir las estaciones. En los casi 300 años que duró su hegemonía se consolidaron como una de las civilizaciones más importantes en la historia de la humanidad. Sin duda, los peruanos somos afortunados por tener una de las siete maravillas del mundo moderno en nuestro territorio. Apago el televisor.
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