Este Búho se estremece y sorprende por la velocidad vertiginosa con la que transcurre el tiempo. Este año se han cumplido ¡50 años! de la publicación de ‘Los cachorros’, el célebre cuento largo o novela corta, o ‘novele’, de Mario Vargas Llosa. Me parece que fue ayer cuando, aún adolescente, lo devoraba asombrado y trataba de comprender sus saltos en el tiempo y cambios de primera a tercera persona en la narrativa. Es que luego de dos primeras obras maestras, ‘La ciudad y los perros’ (1962) y sobre todo, ‘La casa verde’ (1966), con la que ensayó triunfalmente su paradigma de lograr ‘la novela total o totalizadora de una realidad’, podría parecer que ‘Los cachorros’ es una historia que se circunscribe a la recreación de un grupo trivial de adolescentes de un colegio religioso y su microsociedad barrial miraflorina, y por ello podría considerarse una ‘novela menor’. Pero después de medio siglo, los críticos no opinan así. Si bien hay un solo universo argumentativo, que bien podría emparentársele a sus primeros trabajos narrativos, como sus cuentos reunidos en ‘Los jefes’ (1957), donde sobresalía nítidamente ‘Día domingo’, de temática similar a la que nos toca comentar, ‘Los cachorros’ se desprende de este bloque porque ahonda en las sorprendentes técnicas narrativas que ya nos habían dejado boquiabiertos en ‘La casa verde’.
Por otro lado, nos muestra con lupa el enrevesado universo psicológico de la adolescencia y, principalmente, de su protagonista, ‘Pichula’ Cuéllar. Incluso, el título original de la obra iba a ser ‘Pichula Cuéllar’, que se hubiera constituido definitivamente en un encabezado transgresor y provocador por parte de un joven escritor arequipeño de treinta y un años, de ideas todavía izquierdistas y contestatarias en un país profundamente escindido e injusto. Al final se decantó por ‘Los cachorros’, pero en la primera edición se le colocó el vulgar apodo como un solapado subtítulo.
Mario coincidió con Truman Capote, que se inspiró en una noticia en el New York Times sobre la muerte de una familia en Kansas, para escribir su monumental ‘A sangre fría’. Tomó el argumento de su novela de una pequeña noticia en un periódico vespertino. Era una nota macabra y no parecía que pudiera servir para una obra literaria. En los extramuros de Lima, un perro chusco y hambriento había mordido a un niño en su miembro viril y se lo había tragado. Con el premio ‘Rómulo Gallegos’ bajo el brazo, nos presentó una historia totalmente ‘vargasllosiana’, con sus universos biográficos muy adentrados en el propio argumento, igual que ‘La ciudad y Los perros’. El autor estudió en un colegio de curas salesianos, en La Salle, en el barrio popular de Breña; ‘Pichula’ Cuéllar también estudia en un colegio religioso de Miraflores, el Champagnat. El autor, que vivió en ese distrito su niñez, adolescencia y juventud, a pocas cuadras de la mencionada escuela, supo recrear brillantemente un mundo propio y ajeno. Así empieza la novela que se anuncia con una técnica innovadora: ‘Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al colegio Champagnat...’. Solo destaca por el lado académico. Pero en esa microsociedad infantil, los futbolistas eran líderes. Alberto ‘Toto’ Terry, un ‘gringo’ miraflorino, era el ídolo de los hinchas de la ‘U’ y de las chicas en los estadios. En verano, Cuéllar se entrena para ingresar a la selección, regresa hecho un crack y hace una entrañable amistad de ‘collera’ con Choto, Chingolo, Lalo y Mañuco. Ellos son los cachorros. Justo una tarde, después de entrenar, el feroz perro guardián del colegio, ‘Judas’, ingresa a las duchas donde se bañaban los adolescentes, todos huyen por las ventanas y el can ataca a Cuéllar en una zona terrible. Con la castración se produce una trasformación física, pero también psicológica en el muchacho, pues de ser el número uno en los estudios deja de lado los libros, se dedica a los deportes, a los gimnasios, a correr tabla, carros, con instintos suicidas. Sus amigos estudian en la universidad, él viaja en carro con chibolos. Sus amigos le presentan chicas, sobre todo una, de la que parece estar enamorado, Teresa. Ella era su salvación, pero algo sucede y Cuéllar se aleja de ella y del grupo. La etapa juvenil termina y se preparan para ser ingenieros, gerentes, jefazos, hombres casados y ‘de bien’. Cuéllar entra en otra carretera, en sentido contrario. No cuento el final pero la recomiendo, porque han pasado cincuenta años y si bien Lima ha cambiado, hay lugares y situaciones que parecen eternos. Apago el televisor.