Este Búho recuerda que este año el inmenso poeta Enrique Verástegui (Lima 1950-Lima 2018) habría cumplido 70 años. Autor de uno de los libros más importantes de la poesía peruana e hispanoamericana, 'En los extramuros del mundo '(1971), recibió un merecido homenaje en una charla a cargo del vate Miguel Idelfonso, uno de los tantos escritores que en su juventud tomaban su bus interprovincial para llegar a San Vicente de Cañete, a la calle O’Higgins, a la casa de ‘Harry’ Verástegui, como lo llamaba cariñosamente su familia. Era su lugar de autorreclusión por décadas. Como Bukowski y su alter ego ‘Henry Chinaski’ en ‘Mujeres’, el poeta recibía a todos sus admiradores en su legendaria biblioteca, ‘mi laboratorio’ lo llamaba. Estudiantes de literatura, escritores en ciernes, rockeros, fanáticos de su poesía, llegaban al templo donde se había refugiado el maestro. Por el terremoto de Pisco del 2007, la municipalidad ordenó la demolición del inmueble. ‘Esa casa era el útero a donde yo siempre volvía’.
Ni bien terminó el terremoto, en la oscuridad, con una linterna, intentaba rescatar las joyas literarias de su vasta colección sepultadas por el adobe. En medio de los gritos aterradores de los damnificados vecinos y el polvo, el poeta escarbaba desesperado; bien pudo ser la escena para uno de sus versos. Su legión de seguidores se dividía también cronológicamente. Sus primeras obras contaban con un publico masivo, fervoroso, juvenil. No había ningún veinteañero aficionado a la poesía que no haya recitado los viscerales versos de ‘Si te quedas en mi país’, de sus inicios en el telúrico movimiento poético ‘Hora Zero’ (1970), que significaría un antes y un después de la poesía peruana y latinoamericana.
‘En mi país la poesía ladra/ suda orina, tiene sucias las axilas./ La poesía frecuenta los burdeles/ escribe cantos/ silba, danza/ mientras se mira ociosamente en la toilet y ha conocido el sabor dulzón del amor en los parquecitos de crepé/ bajo la luna de los mostradores./ Pero en mi país hay quienes hablan con su botella de vino/ sobre la pared azulada./ Y la poesía rueda contigo de la mano/ por estos mismos lugares que no son lugares/ para filmar una canción destrozada./ Y por la poesía en mi país/ si no hablaste como este te obligan a salir/ en mi país/ no hay dónde ir/ pero tienes que ir saliendo’. (Del libro ‘En los extramuros del mundo’).
A Verástegui le cambiaría la vida ese encuentro con los jóvenes y tremendos poetas de la Villarreal: Jorge Pimentel y Juan Ramírez Ruiz, estudiantes de Educación, mientras que el ‘negro’ cursaba Economía en San Marcos. Después de la redacción del histórico manifiesto ‘Hora Zero’, escrito por ‘Solito’ Pimentel y Ramírez Ruiz, ya nada sería igual para el destino de la poesía peruana. Los jóvenes que lo frecuentaban en su ‘exilio’ cañetano pensaban que era un oráculo que se asemejaba al mítico de Delfos, que nunca se movió de su biblioteca o su casa del sur chico y desde allí siempre concebía sus consagrados versos o elucubraba sus teorías alucinantes y sesudas. Pero se equivocaban. Hubo un tiempo en que el vate recorrió mundo: Londres, París, Madrid, Barcelona, cuando ganó la ansiada y prestigiosa Beca Guggenheim (1976), y partió a Europa con su esposa, la notable poeta y narradora, también ‘horazeriana’, Carmen Ollé, quien le dio amor, una hija (Vanessa) y un seguro social.
Este columnista lo conoció en la redacción del diario Página Libre (1990), donde escribía temas culturales. Su amigo, el editor Enrique Sánchez Hernani, fue el comisionado para traerlo de Cañete por orden del director Guillermo Thorndike. Aceptó venir a regañadientes, pero con la condición de que ‘Kike’ Sánchez se encargara de su manutención completa y buscarle alojamiento. Recuerdo que acompañaba al buen Kike en esos ajetreos más domésticos que periodísticos. ‘Lo tengo que acompañar hasta para cruzar la pista, no puede solo, un poco más y ya parezco su mamá y le doy de comer en la boquita’, decía poniendo humor a su ‘otra chamba’, aparte de ser el brazo derecho del director. En ese año, el poeta, al parecer, no andaba del todo bien de salud.
Tenía cuarenta años clavados y caminaba con la lentitud de uno de sesenta. También enfrentaba problemas para adaptarse a la redacción por computadora y Kike le asignó a la guapísima y joven redactora de culturales, Diana Vega, para que se siente a su costado y le tipee sus textos, para regocijo del poeta. En el 2009 recibiría una distinción que le devolvió las ganas de salir de su autoexilio, el premio ‘Luces’ del diario ‘El Comercio’, por su libro ‘Teoría de los cambios’.
En ese libro escribió como una premonición: ‘Me he sentado a esperar la vejez./ No pienso ni hago nada hasta que llegue otra generación/ a desempolvar el brío, los libros dorados, las matemáticas/ el cuerpo, el alma, el universo/ todo ese conocimiento sepultado por el rencor’. (Fragmento de ‘Maytreya’).
Sus últimos días los pasaba escribiendo una columna para un diario limeño. La última, póstuma, la tituló ‘El canto de Nora’ y empezaba como una sencilla elegía a la vida, al amor: ‘Me siento en mi balcón y contemplo la vida que pasa, contemplo también, en eso, una cuculí que se para en un cable eléctrico, donde se posesiona del mundo, hasta que otra cuculí, esta vez macho, se acerca y empieza la danza del cortejo (...)’. Apago el televisor.