Este Búho ha escrito columnas sobre el entrañable poeta y compositor Juan Gonzalo Rose, (Lima 1927-1983), famoso autor de la letra de ese vals que inmortalizaran las grandes Tania Libertad y Lucha Reyes, ‘Tu voz’: ‘Tu voz, tu voz, tu voz, tu voz existe/ anida en el jardín de lo soñado/ inútil es decir que te olvidado’. Aprovecho que se recuerdan los 40 años de su prematura desaparición para hacerle un merecido homenaje. Murió un doce 12 de abril en el . Lo acompañaron en sus últimos días pocas personas: su hermana menor María Teresa, a quien le dedicara un célebre ; Hugo Bravo y su íntimo amigo, el joven poeta Julio Heredia.

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Una cirrosis se lo llevó al Olimpo. Se había sumido en una profunda depresión y producto de ella en el alcoholismo, desde que enfermara y muriera su madre, Jesús Gros, a la que él llamaba ‘mi novia’. Rose nunca se casó y siempre vivió con ella en una casona de Magdalena. En la célebre entrevista de César Hildebrandt, el poeta, que era totalmente reacio a ser entrevistado, le reconoció que intentó suicidarse con barbitúricos, por la depresión que le causaba la enfermedad de su progenitora.

Hay una anécdota rica que me gustaría compartir con mis lectores. En el año 1980, el maestro ya estaba en un estado grave de depresión, y para levantarlo sus amigos se propusieron editar toda su poesía en un solo volumen. Su editor, ‘Bola’ Aguirre, recibió como respuesta un lacónico: ‘Hazlo tú, hermanito, estoy muy cansado para apoyarte en eso’. Ellos no lograron editar toda la obra, pero sí una antología y consiguieron el local del Instituto Nacional de Cultura para presentarlo, invitando a toda la intelectualidad limeña que quería y estimaba al poeta y periodista.

La noche de la presentación del libro, Rose estaba sorprendido porque el local estaba abarrotado de amigos y admiradores, y empezó a leer su conmovedor poema ‘La pregunta’: Mi madre decía/ si matas a pedradas a los pajaritos blancos/ Dios te va a castigar/ si pegas a tu amigo/ el de carita de asno/ Dios te va a castigar/ hoy me dicen/ si no amas a la guerra/ si no matas diariamente una paloma blanca/ Dios te castigará/ ¿no es nuestro Dios, verdad mamá?’. Entonces todo el auditorio se sorprendió. Una anciana se paró en el medio del auditorio, ¡era Jesús Gros!, su madre enferma que llegó de incógnito y no pudo aguantar escuchar ese poema dedicado a ella. A pasos temblorosos avanzó hacia el hijo querido, y este, a su vez, con lágrimas en los ojos, iba en busca de su ‘novia’, su madre. Testigos de ese sublime encuentro fueron, entre otros intelectuales, Hugo Bravo y el periodista César Lévano.

La amistad entre Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa
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Juan Gonzalo Rose cayó en el alcohol tras la muerte de su madre

Solo pocos meses después murió Jesús Gros y la tremenda casa de Magdalena, donde el periodista vivía con ella, fue vendida por sus hermanos, y ellos le alquilaron un cuartito en la Residencial San Felipe con pensión, donde terminó por consumirse en el alcoholismo y la soledad, para ser ingresado tres años después de urgencia en el hospital.

Su amigo y protegido Julio Heredia escribió en Caretas una conmovedora crónica de sus últimos días. “Habían pasado nueve meses desde su día triunfal, en que ganó una importante suma de dinero de un premio literario. En enero había cumplido 55 años y con el dinero del premio pretendía resarcirse de la depresión de los años previos. Era el 12 de abril de 1983 e infaliblemente le había tocado morir. Apenas unas horas antes, yo había visto el milagroso renacer de su ánimo en el Hospital del Empleado y escuchado, con júbilo, que retomaría la escritura de sus poemarios en proceso, luego de haber asistido a su calvario de las últimas semanas en la sala de cuidados intensivos. Ese veinteañero desconcertado que era yo lo había observado en estado agónico en la víspera y ahora conversaba serenamente con él en esa habitación grande que no compartía con nadie y cuya puerta –bien cerrada– me había pedido vigilar, pues no quería hablar con los ‘colegas’. Cuando esa tarde ya me retiraba, me dijo –en un enigma que entonces no lo fue para mí– que al día siguiente ‘descansara’, que no viniera a verlo porque entendía que había tenido demasiado trajín yendo dos veces al día a verlo y atendiendo al mismo tiempo la edición del suplemento dominical de ‘El Observador’.

Un año antes, Rose, ignorando la fecha, me había regalado la declamación de un texto mío en un homenaje que le tributaba Hora Zero. Dos años antes me había invitado a su mesa en el Koala y desde entonces habíamos compartido la sobremesa allí como en el Ovni, vecino tanto de El Observador como de su habitación de la Residencial San Felipe, en Jesús María. En estas vivencias, obviamente, lo más abundante es lo no escrito. En aquellos tiempos me había dicho: “‘Estoy muy gordo, pero aún puedo entrar por la puerta de la felicidad’”. El mayor homenaje que podemos hacerle al maestro es leer su obra, que lo hace inmortal. Apago el televisor.

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