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Las cartas de antes y ‘Don Pacho’

El Búho entra al túnel del tiempo y recuerda cómo era la comunicación en los tiempos donde la tecnología no existía y la única manera para saber de otro era mandarse cartas.

Este Búho al enterarse de que el ministro de Agricultura, Jorge Montenegro, dio positivo en la prueba de coronavirus, piensa en la cara que pondrán todos esos miles y miles de necios que se burlaban de la cuarentena, creyendo que ‘a ellos no les pasará nada’. Ahora que un ministro de Estado, usando las mejores mascarillas y protección, ha sido contagiado, ojalá se den cuenta de lo maldito y traicionero que es este virus, que no respeta a nada ni a nadie, y hasta ha tumbado príncipes, famosos y millonarios.

Por eso, este columnista ‘se queda en casa’ y saco provecho al tiempo que me queda, luego de cumplir con mi ‘teletrabajo’ y departir con mis dos hijos. En las madrugadas hago una combinación perfecta: me echo a ver una ‘maratón’ de series de Netflix u opto por ponerme a leer una novela arrullado por el silencio de la noche. Esta semana la inicié releyendo ‘Cartero’, la primera novela del inmenso Charles Bukowski, que retrata sus sufridos años en los que trabajaba en el vital Servicio Postal de los Estados Unidos.

En esos tiempos no había, como hoy, Internet, correos electrónicos, celulares, ‘videollamadas’. Antes, presidentes, científicos, empresarios, artistas, escritores, todos se comunicaban por cartas que se depositaban en los locales de correos con su respectiva estampilla, que tenía un precio. Cada país emitía sus estampillas. Era tanta la competencia en hacer esos sellos postales más hermosos que la filatelia se convirtió en la pasión de millones, incluido este periodista que, de chibolo y adolescente, tenía una respetable colección de estampillas de todos los países, pero años después, cuando ingresé a San Marcos, empecé a rematarlas para financiar una nueva adicción: comprar libros y demoler los bares universitarios como el ‘Chaparral’, el ‘Sky Room’ o el ‘Félix’, con mi mancha mixta de ‘La Pesada Sanmarquina’.

Los jóvenes me preguntan sobre esa época, pues ellos no vivieron la experiencia de escribir y mandar una carta con su estampilla a un ser querido. O de esperar con ansias la llegada de alguna. Durante la Primera y Segunda Guerra Mundial o la de Vietnam, los soldados resistían la terrible experiencia de enfrentar a la muerte con la esperanza de que llegaría una carta desde su pueblo, sea de la enamorada, la esposa, la madre, los hermanos.

Los gobiernos, como el estadounidense, invertían millones para que las cartas de los soldados y de sus familiares llegaran a su destino. Todo para levantar la moral de las tropas. Hay algunas tan hermosamente escritas que se han convertido en clásicos de la literarura, como aquel libro del gran Stefan Zweig (Viena 1881-Petrópolis, Brasil 1942) que me impresionó de estudiante: ‘Carta de una desconocida’, donde un famoso escritor recibe la correspondencia de una mujer que fue su vecina a los catorce años y estuvo enamorada de él toda su vida sin que este lo supiera.

Pero el día que el narrador cumplió 41 años recibe una enigmática carta que empezaba así: ‘A ti, que nunca me has conocido. Solo quiero hablar contigo, decírtelo todo por primera vez. Tendrías que conocer toda mi vida, que siempre fue la tuya aunque nunca lo supiste. Pero solo tú conocerás mi secreto, cuando esté muerta y ya no tengas que darme una respuesta’.

Hoy veo ese comercial viral de una empresa de telefonía, , en una ‘videollamada’ con su bisnieta, y me obligó a recordar a mi abuelita Raquel cuando me pedía que la acompañara al local del ‘correo’ de la Unidad Vecinal Mirones, a dejar una carta para su hija y sus nietos que vivian en Estados Unidos. Después esperaba una semana o más, impaciente por la respuesta. Cuando llegaba a la casa el cartero con la misiva esperada, mi abuela le tenía preparado su pan con jamón y su cafecito.

Él era toda una institución en la sociedad, sobre todo en los sectores populosos y hasta en los barrios más bravos de Lima y Callao. Hoy ‘Don Pacho’ tiene más suerte que mi abuela, coloca una aplicación y, desde su sillón, con su celular pone su caraza de abuelo ‘chocho’ para enternecer a su engreída y a millones de televidentes. Bendita modernidad. Apago el televisor.

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