
La autoestima no es vanidad, es nuestra raíz. Es la forma en que nos hablamos cuando nadie nos escucha, la manera en que nos cuidamos sin pedir permiso.
Tener una autoestima sana no significa sentirse bien siempre, sino aprender a sostenerse incluso en los momentos más difíciles.
Es dejar de buscar validación en el aplauso ajeno y comenzar a reconocerse en el espejo con ternura. La autoestima se cultiva en lo cotidiano: al poner límites, al elegir lo que nutre, al decir ‘no’ sin culpa.

Es un trabajo silencioso, pero profundo. Y aunque no siempre se note por fuera, se siente: en la postura de nuestro cuerpo, en la voz firme, en la paz de saber que vales por lo que eres, no por lo que haces.
La autoestima no es ego, es amor propio sin adornos.
Y cuando florece, se vuelve brújula: te guía hacia relaciones más sanas, decisiones más conscientes y una vida más auténtica.










