Mi amigo, el Chato Matta, pasó por el restaurante y se pidió un caldo de gallina con tremenda presa grande, dos huevos, papita amarilla, limón y rocotito molido. “María, estoy movido, el gran Pancholón llegó ‘grueso’ de Puerto Maldonado y me invitó un roncito Cartavio XO en las rocas.
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‘Chatito -me dijo-, viajé por negocios, pero no puedo con mi genio y tuve una noche loca en un local de foquitos rojos. En ese sitio pusieron a todo volumen ese gran tema de Willie Colón: ‘Que a besos yo te levante al rayar el día/ Y que el idilio perdure siempre al llegar la noche/ Y cuando venga la aurora llena de goce/ Se fundan en una sola tu alma y la mía’… Apreté el acelerador, mordidita de oreja y vamos pa’ La Habana. Dejé bien a los varones y buenas noches los pastores.
Somos los que somos’... En unas semanas viajaré para alentar a la selección en ese partido clave ante Uruguay en el Centenario. Mi mente se traslada a abril del año 95. La ‘blanquirroja’ perdió con los celestes en un partido amistoso por la mínima diferencia con miras a la Copa América Uruguay 95. En ese entonces el entrenador era un peruano que tenía acento argentino. El profe se molestó por la derrota y ordenó al jefe de equipo que ningún jugador saliera del Hotel Presidente donde estaban alojados. Yo también estaba hospedado en el mismo lugar que la selección y compartía habitación con un periodista de televisión que narraba los partidos. Nosotros sí decidimos a recorrer la noche de Montevideo y ‘campeonar’.
Cuando bajamos al hall del hotel bien al perfume y ‘acharlados’, nos encontramos con los seleccionados encabezados por un aguerrido y machetero volante, un delantero pelucón que jugaba con vincha y un goleador que parecía un ‘tanque’. ‘Pancholón, me dijeron, no te olvides de nosotros, hazte una. Trae unas amigas y acá la hacemos, vas a salir ganado con un buen billete’, me imploraron.
Embalé a una discoteca night club y convencí a tres hermosas charrúas para ir al Hotel Presidente. Las alojé en mi habitación y de ahí llamé a los más fogosos, el delantero que jugaba con vincha era el más loquito. Después se apuntó el volante que le pegaba a todo lo que se movía y hasta un flaquito que pateaba bien los tiros libres. Todo estaba perfecto, pero mi colega periodista quería trabajar a la ‘pepa’ cuando los jugadores llegaban en una con verdes en la mano. ‘Oye -le dije-, con ellas no pintan los cacharreros, pareces sano, no seas gil’.
Como era un hotel 5 estrellas había frigobar y muchas botellitas de whisky de 5 centímetros que costaban 35 dólares cada una. Eso sí, reclamé mi comisión, me tiré al río con el trago y empecé a relatar los goles de Francescoli y las coloraditas se emocionaron. Tanta fue la euforia después de la faena que me quedé dormido y solo me levanté cuando los empleados del hotel me reventaron la puerta por el escándalo. Al final perdí por goleada porque los jugadores se tomaron todas las botellitas de whisky y la cuenta tuve que pagarla yo. Por pegarla de vivo, perdí. Encima un ‘mala leche’ le contó todo a mi esposa y apenas baje del avión me agarraron a cachetadas”. Ese señor Pancholón es un sinvergüenza, eso le pasa por cochino. Me voy, cuídense.