El Chato Matta llegó al restaurante por un sudado de chita con su arroz blanco graneadito. “María, amanecí un poco nostálgico. Pancholón me timbró: ‘Chatito, esta noche somos en mi depa privado para armar fiesta romana’. Paso. Recordé un amor que marcó mi vida. Conocí a ‘Pao’ de manera casual. Estaba manejando por el Centro de Lima y me pidió que la jale una chica con cara de muñeca que vestía blue jeans con huecos, botas de militar y casaca verde, pero que dejaba ver en ese body un abdomen bellísimo. Olía a ron barato y me dijo que la llevara a Carabayllo. Me agarró en mi cuarto de hora. Se sentó adelante y encima se quedaba dormida. Yo me comportaba como un padre. ‘Chica, despierta’, le decía y comenzaba a sermonearla como si fuera mi hija. Ella se me acurrucaba y yo trataba de pensar en otra cosa que no fuera ese ombliguito. Imaginaba los goles de la ‘Foquita’ con la selección. Mis padres me enseñaron a ser siempre un caballero, respetuoso de una mujer, más aún si está indefensa. Cuando estábamos llegando, abrió sus ojazos color café y me dijo con voz modulada: ‘Por favor, es en esa esquina, en la casa verde’. Era otra. ¡Estaba sanita! ¿Cómo se le había pasado la borrachera? Ella me lo aclaró. ‘Gracias, tío, eres legal, muchos se han querido sobrepasar conmigo y por mañosos acabaron en el hospital, porque soy campeona de muay thai’. Y me dio un rico chape. Se despidió dejándome una tarjeta que decía ‘Pao, poeta, campeona de muay thai, estudiante de Filosofía, distribuidora de arroz con leche y mazamorra morada a delivery y cantante’.
Toda la semana miraba la tarjeta y no me atrevía a llamarla. Un día me tomé dos copitas de pisco y la llamé: ‘Soy el que te recogió en el Centro’. ‘Ven a recogerme a esta discoteca’, exclamó. Era un lugar alucinante. Me recibió con una minifalda y en tacos, bellísima. ‘Bienvenido al placer’, se leía en las luces de neón. Era una disco donde en el intermedio se recitaba poesía, se cantaba música de todos los géneros. Pao no se cansaba de besarme. ‘De ahora en adelante eres mío’, me dejó en claro. Desde esa fecha vivimos una relación loca. Me hacía leer poesía de Blanca Varela y Martín Adán. Nos amábamos en playas desiertas. A veces se ponía melancólica. ‘No me ames tanto, solo compréndeme un poco más’, me increpaba cuando a veces se desaparecía una semana. Una vez me quedé dormido en el hotel y ella ya se había ido. Encontré una vez un mensaje en el gran espejo, escrito con lápiz labial: ‘No te enamores de mí, porque así como hoy, yo algún día me iré y no me volverás a ver’. Igual volví a verla, aunque ya no era la misma. Se desapareció un mes y tuve que llamar a su casa. Su tía me dijo con voz severa: ‘Señor, ya no pregunte más por Pao, ella es casada y su marido ha salido de ‘Lurigancho’ y se la ha llevado. No busque problemas’. A los tres meses de estar averiguando sobre ella, la vi de nuevo. Estaba parada en una esquina de Miraflores con minifalda, tacos y con el pelo pintado. Llegó un carrazo y se la llevó. Lo seguí pero ingresó a un hotel de lujo. ‘Chato, me encantas pero lo nuestro nunca podrá ser’, fue lo último que me dijo. Me puse a tomar ron con Pancholón, quien me decía. ‘Chato, olvida a esa loca, es pelea de gatos’”. Pucha, pobre Chatito, le rompieron el corazón, pero esa mujer no era para él. Me voy, cuídense.