El Chato Matta llegó al restaurante por su rico arroz con pollo parte de pierna con su papa a la huancaína y una jarra con agüita de cebada tibiecita. “María, tengo un dolor en el corazón. Para este Chato, como para miles de padres de familia en el Perú, esta fecha no será la misma, pues no tenemos a nuestro padre querido a nuestro lado porque se lo llevó la maldita pandemia.
LEE TAMBIÉN: Mamá no es imposición
El coronavirus se ensañó con los abuelitos, con nuestros viejitos. Mi caso fue terrible. En marzo del 2020 tuvimos una reunión familiar íntima, pero eran las épocas más duras y los contagios proliferaban. No sabemos quién trajo el virus a la casa esa tarde, pero todos nos contagiamos. Mis padres y hermanas. Yo hice la cuarentena en la casa de ellos. Mi mamá estaba con oxígeno en un dormitorio, mi papá en otro dormitorio y yo en un cuartito en la azotea. Hasta que tuve fuerzas los atendí, pero el diabólico virus me tumbó en cama.
La última vez que vi a mi padre le llevé un juguito a su cama. Estuve varios días sin levantarme, solo para ir al baño. Mi hermana me dejaba mi comida en la puerta y se iba rapidito por miedo a que la contagie. Cuando ya me sentí recuperado me hicieron bajar a la sala. Allí mi hermana, llorando, me comunicó que mi padre había fallecido hacía una semana. Ella con mi sobrino y mi cuñado fueron los únicos quienes lo acompañaron en su entierro, pues recuerden que las medidas sanitarias eran inflexibles. A otros solo les entregaban la caja de cenizas y a veces hasta se equivocaban.
Este será el segundo Día del Padre en el que no estaré junto a mi viejito. Siempre lo admiré porque no solo fue un buen papá, sino también un buen esposo, hombre fiel, siempre enamorado de mi madre. Por esas cosas del destino yo no salí a él y creo que soy como dice Pancholón: ‘infiel por naturaleza’. Pero nadie es perfecto, eso sí, siempre trataré de ser un buen papá y estar cerca de mis ‘cachorros’.
Por eso lloré a solas entre cuatro paredes cuando mi esposa me botó de la casa. Aunque valgan verdades, mi vida de casado era un infierno. En las madrugadas cuando llegaba con mis copas encima, ella me hacía la guerra, sin importarle que mis niños se levantaran llorando. Ella me decía: ‘¿Te duele que lloren? Pues a mí me duele que vengas borracho después de haber estado con esas mujerzuelas’. Y se me venía encima con un palo de escoba o lo que encontrara en la mano. Yo jamás le levanté la mano, solo me cubría para que no me arañara la cara. ‘¡En qué mala hora conociste a ese cochino y sinvergüenza de Pancholón!’, vociferaba.
Pero la verdad es que Pancho no tenía la culpa. Después de las peleas salía disparado a la calle a dormir en mi carrito. Al amanecer llegaba a la casa de mi madre, quien me decía mi vida y luego me aconsejaba: ‘Hijo, esa no es vida. Le estás haciendo daño a ella, a ti, pero sobre todo a tus hijitos. Sepárate’. Y me fui de la casa. Amo a mis hijos y trato en todo momento de estar pendiente de ellos.
Ellos han asimilado que debo vivir separado de una mujer que sufre de los nervios y es violenta por naturaleza. Pero ahora que estamos divorciados nos llevamos mejor porque siempre tendremos que vernos por nuestros hijos. Este domingo los recogeré temprano para tomar desayuno los tres, con sus chicharrones. De allí a misa y directo al cementerio a ponerle flores y rezar, yo por mi padre y ellos por su abuelito Julio, que seguramente está en el cielo porque fue un buen hombre”. Pucha, a ese chatito lo vi triste. Me voy, cuídense.