Mi amigo, el fotógrafo Gary, llegó al restaurante por una sopita de pollo calientita para el frío y como plato de fondo un pollito a la olla con ensalada fresca. También se tomó una jarrita de agua de cebada al tiempo.
“María, hace una semana llegó un amigo de Estados Unidos que vive hace veinte años en Virginia y se sorprendió de la cantidad de locales de apuestas y juegos, como no había antes. ‘Allá esto solo se ve en Las Vegas’, me dijo riéndose.
Pero el tema no es cosa de juego. Ya no son solo los tragamonedas, sino también las casas de la timba, donde muchas personas se pasan el día y gastan hasta lo que no tienen con la ilusión de ganar dinero fácil.
Por eso hay tantos adictos, enfermos de la ludopatía, quienes no pueden controlar sus impulsos y son capaces de vender sus cocinas, televisores y hasta camas para satisfacer su vicio.
Son como drogadictos o alcohólicos y por eso necesitan ayuda médica. Porque no solo se perjudican ellos, sino también la familia, el entorno. Yo conozco gente que es capaz de amanecerse en un casino y dejar de ir a trabajar. La adicción no es nueva. Es tan antigua como el juego mismo.
Ya en 1866, el genio ruso Fiódor Dostoyevski escribió una novela corta llamada ‘El jugador’, en la que se retrata a él mismo como una persona que pierde fortunas en el Casino de Montecarlo, en Mónaco, y siempre quiere más. El vicioso encontrará otra ocupación, como los juegos de póquer clandestinos, las carreras de caballos o las loterías.
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