
Mi amigo, el fotógrafo Gary, llegó al restaurante por unos tallarines verdes con milanesa de pollo. Para tomar pidió una manzanilla calientita. “María, no se detienen los ataques a balazos a choferes de buses, combis, colectivos y mototaxis. Todos los días los acribillan. Acaba de ser asesinado sin misericordia el conductor de un bus de la empresa Etusa, cuando llegaba a su paradero en San Juan de Lurigancho. El criminal, quien en abril recién cumplió 18 años, fue capturado.
Hace solo un mes era un menor de edad. Lo cierto es que cada vez más adolescentes están perpetrando horribles asesinatos por encargo. Y saben muy bien lo que hacen. No son niños de cinco años. No les importa quitarle la vida a una persona inocente, destruir familias, dejar huérfanos.
Por eso, no me explico cómo hay ‘defensores de los derechos humanos’ respecto de estos crueles hampones llamándolos ‘pobres niños’ que no pueden estar en una cárcel. Lo dicen criticando la nueva ley que permite juzgar como adultos a menores de 16 y 17 años que hayan perpetrado delitos graves como homicidios y violaciones.
Esta sola medida no es la solución al problema, pero algo hay que hacer, pues no se puede tratar a sicarios como a chiquillos que cometieron una palomillada. No se trata solo de castigar, sino de proteger a la sociedad.
Es duro hablar de castigos tan severos cuando se trata de menores, pero la delincuencia es cada vez más violenta y sanguinaria. Los adolescentes que asesinan, torturan y violan son irrecuperables, aunque duela decirlo. Si los atrapan buscan ser liberados para seguir delinquiendo. No cambian, así les den la oportunidad.
Nuestra obligación es proteger a los menores, pero a los buenos, no a los asesinos. Y los delincuentes mayores de edad que usan a menores para matar, dejar bombas y extorsionar deben recibir cadena perpetua. Si existiera la pena de muerte en el Perú, tendrían que recibirla sin ninguna duda. Pero como no se puede, deberían ser encerrados de por vida”. Gary tiene razón. Me voy, cuídense.
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