Un amigo le consultó a este Búho qué obra de un escritor nacional podía regalarle a un sobrino adolescente por el ‘Día del libro’. Pude recomendarle ‘Los cachorros - Los jefes’, de Vargas LLosa; ‘La palabra del Mudo’, de Julio Ramón Ribeyro; ‘Huerto cerrado’, de Alfredo Bryce; los cuentos completos de Abraham Valdelomar; ‘Monólogo desde las tinieblas’, de Antonio Gálvez Ronceros; o ‘El campeón de la muerte y otros cuentos andinos’, de Enrique López Albújar, pero preferí sugerirle ‘Los ríos profundos’, de José María Arguedas.
Lo leí de adolescente y me cambió la visión que tenía sobre el Perú. Había nacido y vivido en Lima toda mi vida y mientras en vacaciones los amigos de mi barrio de Mirones se iban a visitar a sus familias de provincias, yo me quedaba en la ciudad porque no tenía familia fuera, creo que una sola en Ica, pero de la sierra ninguna. El libro de Arguedas me abrió los ojos a otra realidad que no veía ni en televisión.
El autor, pese a no ser hijo de campesinos, vivió con ellos una historia trágica que comenzó con la muerte de su madre, cuando él tenía tres años. Su padre, un abogado itinerante, viajaba por los pueblos de la sierra donde los litigios por tierras eran pan de cada día. Al pequeño José María lo dejó al cuidado de la familia de su esposa. Pero ni bien se casó con una hacendada rica y viuda, llevó a su pequeño a vivir en la gran casa hacienda, mientras él seguía viajando por provincias.
La madrastra tenía un hijo mayor que prácticamente era el amo del pueblo y trataba con desprecio a los indígenas que eran yanaconas de su hacienda. A José María, pese a ser el hijo del señor, lo mandaron a dormir con los indios, en la cocina sobre pellejos, desde los cinco a los nueve años. ‘Yo fui un verdadero protegido de los indios, estaba tan maltratado como ellos, a pesar de que era hijo de un señor’, escribió.
Todas esas experiencias le hicieron adquirir la visión andina del mundo, que lo marcó a fuego y plasmaría en ‘Los ríos profundos’ (1958), una novela con tintes autobiográficos. José María era un brillante antropólogo, poeta y narrador. En sus novelas no pudo dejar de plasmar su vena académica y en sus estudios antropológicos, como su tesis para recibirse en San Marcos: ‘Las comunidades de España y Perú’, no pudo dejar el estilo del gran narrador que fue.
‘Los ríos profundos’ nos introduce a ese mundo, que para la mayoría del ‘Perú oficial’ era remoto. Y nos muestra ese ambiente por momentos doloroso, por momentos mágico, con una narrativa limpia y cristalina como el río que alude el título. Se mimetiza con el río Pachachaca, se le compara y escribe que quiere ser como el río para ‘cruzar la tierra, cortar las rocas, pasar indetenible y tranquilo, entre montes y montañas’.
En los ‘diarios’ de su libro póstumo ‘El zorro de arriba y el zorro de abajo’, escribió: ‘estoy luchando en un país de halcones y sapos, desde que tenía cinco años’. Arguedas, pese a la sabiduría que adquirió con los años, nunca dejó de ser como el muchachito Ernesto de la novela.
Todo esto le causó profundas depresiones. Sentía que la comunidad de escritores e intelectuales no comprendían su visión del Perú, de lo andino. No se sentía parte del ‘Boom literario latinoamericano’. De ahí su polémica con Julio Cortázar, originada por una confusión de José María, que ya por esos años estaba a la defensiva y con serios problemas emocionales. Pero no dejan de ser válidas y sinceras sus palabras ante las duras respuestas del argentino; ‘escribo por amor, por goce y por necesidad, no por oficio’.
No hay muchos testimonios de las últimas horas de nuestro recordado José María. Pero hubo una persona que fue muy especial en su vida, el eximio violinista Máximo Damián, el mítico músico que tocaba acompañado de danzantes de tijeras. El gran amigo del antropólogo, con el que compartían las fiestas patronales en Lima.
Él recuerda que el 27 de noviembre (un día antes de que se disparara en la sien) asistió con José María a una fiesta patronal en homenaje a ‘San Isidro Labrador’, en La Victoria: ‘Ese día bailó incansablemente en la tarde y en la noche. Yo lo miraba y pensaba. Parece que se está despidiendo de la fiesta, del huayno, bailaba con mucho gusto y también con mucha tristeza. Después de la fiesta, me dijo que iba a seguirla en mi casa. Yo me fui y mandé preparar a mi tía una olla de ‘lahua’(sopa de trigo, queso y papas) y unos traguitos. Pero Arguedas no llegó, algo muy raro, porque era muy cumplido. A las once de la noche guardé todo y me fui a dormir.
Me levanté tarde y fui a comprar, y vi colgada en los periódicos de la tarde la noticia: ¡¡José María Arguedas se quiso matar!! Me fui de frente al hospital. Cuando llegué el doctor Arguedas ya no hablaba, después se murió. Allí lloré nomás’. Meses después saldría su libro póstumo ‘El zorro de arriba y el zorro de abajo’, bajo el sello de la prestigiosa editorial argentina Lozada. El maestro les había dedicado el libro a dos personas: ‘A Emilio Adolfo Westphalen y al violinista Máximo Damián Huamaní, de San Diego de Ishua, les dedico temeroso, este lisiado y desigual relato’. Apago el televisor.