La lucha de Sendero Luminoso cobró la vida de miles de peruanos. (AFP)
Sendero Luminoso

Este Búho lee con indignación que una columna narcosenderista asesinó a tres policías y dinamitó dos patrulleros. Este tipo de emboscadas se producían con frecuencia entre los años 1980 y 1992, cuando las huestes del genocida Abimael Guzmán desataban baños de sangre en la sierra sur, el Huallaga y Lima. Hoy, los remanentes de mantienen ese vil pacto en zonas de la selva. Como lo reconoce el propio ‘número dos’ de Sendero, el encarcelado Osmán Morote, quien en una reciente entrevista en Caretas sostiene que los senderistas, desde 1992, se convirtieron en renegados y hoy son una degeneración del movimiento, todos reagrupados como una banda de mercenarios. Esta columna la dirijo a los jóvenes que por desconocimiento pueden prestar oídos a la prédica cínica del movimiento de fachada terrorista, el Movadef, en las diversas universidades e institutos. Jóvenes que no habían nacido cuando el ‘Camarada Gonzalo’ le declaró la guerra al Estado peruano. Ellos tuvieron la suerte de nacer en un país sin terrorismo, con una política económica estable y sin la hiperinflación de Alan Garcia, así como una apertura y democratización de servicios que en nuestras épocas de los ochenta eran considerados ‘lujos’, tal como adquirir un teléfono fijo en casa. Increíble.

Hoy, cualquiera tiene celular, cable, Internet y hasta te llaman y ruegan para ponerte el servicio. En las décadas en que Sendero Luminoso instaló el terror, no había estas ventajas de las que hoy gozan los jóvenes, como laptop o Google, pero lo soportábamos sin problemas, sean las colazas para hablar por un teléfono público con ‘fichas rin’ o las bibliotecas públicas. Todo lo podíamos aguantar, hasta que llegó Sendero Luminoso. Fue una ‘guerra silenciosa’ la que llevamos los universitarios de San Marcos que nos opusimos a las huestes del ‘Camarada Gonzalo’, cuando dejaron la sierra y decidieron dar el ‘salto estratégico a la ciudad’. Lima comenzó a vivir el infierno terrorista que había empezado en Ayacucho. Primero, a lo Pablo Escobar, con matanza de policías a sangre fría, ya sea en mercados, esquinas, a traición, solo para quitarles el arma y desmoralizar a las fuerzas del orden. Después pasaron a asesinar a dirigentes políticos como el exministro de trabajo Orestes Rodríguez o al tristemente célebre ‘Búfalo’ Pacheco, al que encima dinamitaron. Del mismo modo, a la lideresa popular de Huaycán, la izquierdista Pascuala Rosado y también a María Elena Moyano.

Con ‘coches bomba’ y apagones, a finales de los ochenta llegaron a San Marcos. Cantaban: “¡Salvo el poder, todo es ilusión. Conquistar los cielos con la fuerza del fusil!”. Este columnista recibió una amenaza directa de Sendero y tuve que retirarme de la universidad y volví al periodismo, donde me vi cara a cara con el peor rostro del terrorismo. El de los crueles asesinatos. íbamos a mercados donde veíamos cadáveres de policías asesinados de un balazo en la cabeza. Una vez, con mi colega ‘Carlao’ Espinoza, llegamos a ciento cincuenta por hora hasta Palpa, donde una columna senderista había tomado el pueblo. Arribamos justo cuando un camión se iba por la carretera que comunicaba con Ayacucho. ‘Allá se van los terrucos, señor’, nos dijeron. Vimos la comisaría en escombros. Los guardias habían huido minutos antes de la llegada de los terroristas, pero el alcalde y el gobernador no tuvieron la misma suerte. El cadáver del burgomaestre estaba al pie de la alcaldía y todavía manaba sangre de su oreja. No había celular en esa época y los teléfonos públicos fueron volados en pedazos. Regresamos a Lima a las diez de la noche con fotos exclusivas y el inmenso director nos dijo: “¡Felicitaciones, muchachos, esta es una primicia. Váyanse al Dallas a comer pollo a la brasa!”. Pero, ¿quién tenía ganas de comer después de lo que habíamos visto? Nos fuimos como autómatas a ‘La cámara de gas’, un bar infame en Lince, y pedimos una res de chilcano de pisco.

Felizmente, aquel 12 de setiembre de 1992, los heroicos policías de inteligencia del GEIN capturaron en una casa de Surquillo al ‘Cachetón’ Abimael Guzmán y su pareja Elena Iparraguirre , o ‘Miriam’. Ni el propio Guzmán se creyó eso de que era ‘la cuarta espada del marxismo’. Y todavía tiene la conchudez de pedir beneficios y que lo pasen a un penal común. Solo en el Perú un genocida como Guzmán no afrontó la pena de muerte. Eso hubiera sido lo justo. Apago el televisor.

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