
Este Búho parafrasea al gran escritor Abraham Valdelomar, ‘El Perú es Lima’. Y humildemente agregaría ‘Lima es La Victoria’. No existe otro distrito en el país que represente mejor nuestra mixtura cultural. Quién podría dudar que allí, en esa urbe custodiada por el picante cerro San Cosme, convergen todas las sangres, todas las razas. Allí, en sus más de 8 kilómetros cuadrados, se juntan, como diría el gran Nicomedes Santa Cruz, un ilustre asiduo de la peña Valentina, ese epicentro victoriano del criollismo de los años ochenta: ‘doblanquinegros, blanquinegrindios, negrindoblancos; rubias bembonas, indios barbudos y negros lacios’.
Fue con la ola migratoria de los años cuarenta que el distrito se empezó a convertir en el más bullicioso y popular de nuestra patria. Miles de obreros impulsaron el despegue de Gamarra y La Parada, hoy principales motores de nuestra economía. Revolucionaron la gastronomía nacional con el clásico menú siete colores y el pan con chicharrón, plato que hoy se luce en el famoso ‘Mundial de Desayunos’, impulsado por el youtuber español Ibai Llanos.
Asaltaron las emisoras radiales con la sabrosa chicha, gestada por el gran ‘Chacalón’. Se convirtieron en pioneros del reciclaje, gracias a ese mercado de objetos de segunda mano y de dudosa procedencia: La Cachina, en donde se puede encontrar desde carteras Louis Vuitton hasta armas de guerra.
Pero hoy me gustaría evocar al entrañable huésped que tuvo La Victoria, el pintor puneño Víctor Humareda, tal vez uno de los más grandes artistas plásticos de este país, quien representó a los millones de provincianos que llegaron a la capital para hacerse de un nombre y un futuro, y a base de esfuerzo y talento lo lograron.
Humareda llegó a La Victoria a inicios de los años cincuenta fascinado por las barriadas y por quienes las habitaban. Los vendedores ambulantes, los fruteros, los carretilleros, los mendigos, los locos se convirtieron en su principal fuente de inspiración. A ellos los pintaba en ese cuartito de dos por cuatro metros que tenía en el Hotel Lima, frente a La Parada.
“Yo vivo más o menos por La Parada y veo personajes de mucha fuerza, con miradas muy expresivas. Los pinto tal como son, vendedores ambulantes, mendigos, locos”, dijo en uno de los pocos registros audiovisuales que se tienen de él.
Aunque a Humareda se le creó una leyenda de hombre bohemio y trasnochador, quienes compartieron con él aseguran que apenas se tomaba una manzanilla tibia. Mas bien gustaba visitar burdeles como El Cinco y Medio y La Nené, y sentía un profundo respeto por las chicas que ofrecían placer por dinero, a las que muchas veces retrató.
Su gran amor y musa eterna fue la blonda actriz estadounidense Marilyn Monroe, por quien el pintor se estremecía; dan cuenta los cuadros que le dedicó. ‘Él decía que estaba enamorado de Marilyn, que vivía con ella, pero que no la tocaba’, cuentan sus amigos.
Amiguero y bromista, de una voz carrasposa, pero dulce. De una sonrisa amplia y contagiosa. Amó a su madre tanto que el retrato que le hizo lo guardaba celosamente bajo su cama y solo sus íntimos amigos podían verlo. También amaba el tango y sin ningún remordimiento se ponía a bailar –vestido de traje y sombrero bombín- en plena avenida junto a su más querida pupila, Ivette.
“Las demás personas se han formado una imagen de mí, de repente no soy eso. Como yo tengo mucha imaginación, vivo así como estoy y soy feliz. Además, si viviera de otra forma, ya no sería don Víctor Humareda”, declaró el artista. En ese minúsculo estudio que era su habitación 283 en el Hotel Lima vivió durante 35 años, y aunque no tuvo una relación cordial con el administrador, siempre fue puntual en pagar la renta y, en general, un hombre muy metódico con sus cuentas.
Sus cuadros los pintaba a pedido y los vendía en cuotas, por lo que muchas veces fue estafado. Hace cuarenta años cada pintura suya podía costar 300 dólares. Hoy se valorizan en 15 mil, un precio que los especialistas consideran bajo para el mercado del arte.
“Para mí el arte es un apostolado. Yo estoy engullido de belleza. Amo mucho la vida, todo lo que me inspira me emociona”, confesó el artista, quien falleció en 1986 a consecuencia de un cáncer de laringe.
Ese círculo cercano de amigos que lo acompañó durante toda su vida asegura que Humareda vivió la vida que buscó, sin pertenencias, sin posesiones, sin ataduras. Fue feliz en medio del caos. Amó como quiso y a quien quiso. Los especialistas lo llaman ‘el pintor de los migrantes’, quien mejor retrató a esa urbe multicolor e informal. Si ahora el pintor estuviera vivo, tendría inspiración suficiente en La Victoria, un distrito hoy aún más caótico y asfixiante, más informal y peligroso, que cuando él lo habitó. Apago el televisor.
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