Este Búho recuerda como si fuera ayer cuando se internó en la selva peruana y descubrió con sus ojazos la majestuosidad de nuestro territorio. Entonces era un muchachito despreocupado y sin equipaje. Viajaba en bus, en avión. ¡Pero me gustaba más ir por lancha! Por esos ríos interminables que irrigan toda nuestra Amazonía y que es recurso vital para nuestros hermanos. Mientras atravesaba caudalosos ríos, observaba cómo hombres y jóvenes pescaban deliciosas palometas, que luego ponían a la parrilla y era el almuerzo del día.
Otros llevaban en sus canoas plátanos y yuca de un pueblo a otro. Las mamitas a las orillas lavaban sus ropas. Y niños que disfrutaban nadando hasta la caída del sol. Mientras, los delfines rosados saltaban alrededor y los manatíes asomaban con timidez. Pero no todo era hermoso, ciertamente.
Esos viajes que realicé innumerables veces por nuestra vasta Amazonía también fueron reveladores. Fue cuando comprendí que el ser humano tiene una capacidad autodestructiva como ningún otro ser vivo sobre el planeta. En un viaje por el Ucayali, uno de nuestros ríos más extensos, observé cómo el agua se iba ensombreciendo, tomando tonalidades cada vez más oscuras y una textura espesa y densa, como mazamorra.
A medida que la lancha iba avanzando y siguiendo el rastro de esa mancha negra, observé que eran relaves que devastaban cualquier materia viva que encontraban a su paso: afectando la pesca, la ganadería, la agricultura. Esas zonas por donde discurrían los restos químicos y minerales eran como cicatrices en el manto verde de la selva. La minería ilegal, actividad que generaba estos desperdicios que iban a parar al río, avanzaba de manera sigilosa entre el monte. ¡Y este columnista lo vio hace veinte años!
Imágenes eran de terro
Un par de décadas después, en la portada del Decano publicaron fotos satelitales de cómo había impactado el avance de esta actividad en nuestro territorio. Las imágenes eran de terror. Parecía como si una bomba atómica hubiera explotado en el corazón de la selva, destruyendo decenas de hectáreas vírgenes. Dejando sin hábitat a un sinnúmero de especies, sin tierra para cultivar a los aldeanos y sin manera de recuperar esos terrenos baldíos, pues donde se ha trabajado la minería informal, que no cuenta con protocolos de conservación del medioambiente, ya no crece la hierba.
Traigo al presente esta historia que viví directamente para reflexionar sobre lo que viene haciendo de manera infame nuestro Congreso, aliado y compinche de las economías informales, que ha ampliado el Registro Integral de Formalización Minera (Reinfo), esa fachada que permite a los mineros ilegales actuar con total impunidad.
Nuestro Estado cede así a la presión de las economías informales. Y no solo eso, los empodera. Por eso no sorprende que con total desparpajo se jacten de tener influencia en el Parlamento. Para nadie es un secreto que estos actores que se desplazan al margen de la ley financian campañas presidenciales y sus tentáculos se extienden cada vez más en las altas esferas del poder.
Mueven millones de dólares sin pagar impuestos y, más bien, fomentando otras actividades criminales como la trata de personas y la destrucción indiscriminada de nuestro territorio. No hay quien ponga mano dura en este país, en donde el hampa gana más terreno día a día. Y es porque nuestra clase política está alineada a sus intereses. Un desgobierno total. Apago el televisor.
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